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El jesuita y el brujo
cover design © 2011 Ardy M. Scott.

 

 

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El jesuita y el brujo
novela histórica

 

F. B. Weinberg

 

 

 

Capítulo 1

Llegada

— ¡Mira, es un hábito negro… seguramente el nuevo misionero!

¿Acaso estaban hablando en alto pima? Figuras y siluetas borrosas revoloteaban a mi alrededor, detallándome. No me encontraba sobre el mulo sino de espaldas sobre algo suave y peludo, quizás una manta. El montículo oscuro que surgía imponente ante mí fluctuó hasta convertirse en una choza hecha de barro y de palos que me cubría con su sombra. Pero aún así el destello del sol tras ella me molestaba; mis ojos se cerraron en protesta.

— ¿Será que está borracho? —preguntó otra voz.

— ¡No, tonto…! Está enfermo. Necesita al curandero. ¡Envía a alguien a conseguir a Yevjo el maakai!

—El curandero está en Sonoitac. Mejor nos llevamos al sacerdote hasta la misión de Guevavi; Yevjo lo puede ver allá porque le queda más cerca —respondió la primera voz.

Varias manos me alzaban y me colocaban sobre el lomo del mulo.

— ¿Creen que se caerá?

Esperaban así como esperaba yo. Me agarré de las hirsutas crines de Conejo tambaleándome sin caerme.

—Shoiga ¡camina junto a él y agárralo si cae!

Pero no me caí. Una que otra vez Conejo daba una leve sacudida como un padre asegurándose que el nene quede bien sentado sobre sus hombros. El sol caminaba hacia el horizonte cuando divisamos la iglesia de la misión, su campana suspendida de un arco sobre la puerta y una torre inacabada en la esquina izquierda. Un complejo cuadrado cercado por un muro de adobe de dos metros se extendía hacia la derecha con su portón medio caído, abierto. La caravana se detuvo, esperando a que me apeara. Al cruzar una pierna sobre el lomo de Conejo, mi pié quedó atrapado en el estribo.

— ¡Shoiga, agárralo que se está cayendo!

El joven que a pie acompañaba a Conejo me agarró y colocó mis pies sobre la tierra. Él olía a sudor y su mejilla junto a la mía se sentía resbalosa. Sentí que otro brazo me culebreaba por debajo del hombro. Entre los dos me llevaron a medias por el portón y hacia una celda en el convento todavía en obras.

La pequeña habitación estaba colmada de arena, desechos, paja, palos y telarañas en las esquinas que parecían moradas de viudas negras. Una especie de horno chimenea ocupaba una de las esquinas y en el centro del cuarto una sola silla al lado de una mesa alabeada, solamente tres de sus cuatro patas en contacto con el piso de tierra compactada. En la esquina opuesta vi el catre, su armazón unido con tiras secas de cuero crudo y hecho de ramas de mezquite con la corteza pero sin las espinas. Correas también de cuero crudo abarcaban el ancho del catre para sostener cualquier especie de colchón.

—Wu’ai ¡trae la sudadera y su manta! ¡Baja también la silla y colócala sobre el catre!

Con voz ronca, pronuncié algunas palabras en su idioma, mas no había palabra para "violín" y por eso terminé mi frase en castellano:

—El paquete… detrás de la silla… traedme… ¡traedme mi violín!

Wu’ai asintió con la cabeza y regresó pocos minutos más tarde para prepararme el catre que sólo un místico de la India hallaría cómodo. Uno de ellos, tal vez Shoiga, posicionó la silla en la cabecera y después entre rezongos y resoplos él y Wu’ai me levantaron y me estiraron, bajándome el hábito para cubrirme las espinillas. Tentaba al lado del catre para ver si me habían traído el violín. Wu’ai levantó el estuche para que yo lo pudiera ver y tocar y di un leve murmullo de aprobación.

Una mano me levantó la cabeza. ¿Acaso me había dormido? Una pequeña mujer arrugada se inclinaba sobre mí goteando agua sobre mi lengua reseca. Luego les pasó a mi frente y pómulos ardientes un trapo húmedo y limpiaba las costras en los ángulos de mi boca. Le sonreí en agradecimiento y ella respondió con una sonrisa en los labios plisados.

Cuando abrí la próxima vez los ojos, vi la pequeña celda en media oscuridad iluminada únicamente por el fuego del horno. Entre juegos de luz parpadeante y de sombras divisé la mujer arrugada y junto a mi catre un hombre y una muchacha. ¿Estaba yo despierto? Parpadeé para asegurarme. Ella era más atractiva que bella, alta y delgada, parte indígena, de pómulos salidos, nariz aguileña y tez oscura. El parpadeo de las llamas destellaba sobre su cabello rojo castaño, estirado hacia atrás, terminando en moño con una aureola de suaves mechones delineando su cara. Una llamarada repentina hizo que se vieran azules sus ojos oscuros.

El hombre era un poco más bajo de estatura, pero de complexión fuerte con hombros anchos y brazos sólidos. Su pecho estaba desnudo salvo por un collar de uñas de oso intercaladas con plumas de guacamayo o loro. Tenía muñequeras, la de la izquierda emplumada en verde o amarillo, difícil de distinguir a la luz del fuego y la de la derecha elaborada con uñas de lobo o de oso. Llevaba una máscara sobre la parte superior de la cara. En una mano agitaba una maraca y en la otra tenía una pipa que despedía humo con un aroma extraño, no como el del tabaco. Volví a parpadear. Seguramente ese par de personajes eran el producto de mi afiebrada cabeza. El hombre comenzó una danza rítmica espetando sonidos guturales al son de la maraca. De vez en cuando se llenaba la boca de humo, me lo soplaba a mis narices y boca y no pude evitar aspirarlo. Poco después mi cuerpo comenzó a flotar a la deriva, ligero, ajeno y libre de dolor. De repente dio una orden clara en el idioma pima alto:

— ¡Dale la poción!

La mujer pelirroja se acercó al horno y la vieja le alcanzó un recipiente de arcilla lleno de líquido que humeaba, caliente. Con una fuerza sorprendente la joven me levantó de los hombros y arrimó los contenidos a mis labios. El sabor era amargo pero empalagoso. Por un momento sentí náuseas, pero me lo tomé de un trago y me recosté con un suspiro cuando ella me soltó. La poción caliente calmó mi adolorido estómago. El curandero continuaba su danza serpenteada mientras me abanicaba con un ala de águila y entonaba su canto en lo que parecía ser el arcaico idioma pima. Quizás estaba invocando los nombres de extraños dioses, dioses de la tierra, de la tormenta y soberanos de la humanidad que vendrían a mi ayuda.

Si todo esto hubiera sido un rito de adoración al demonio sobre mi indefenso cuerpo, hubiera sentido temor y aversión, pero lo que sentía era una conexión visceral con este hombre en cuyas manos estaba mi vida. Él llegó a ser mi protector, mi hermano, mi padre, y ante él me sentía como un párvulo completamente bajo su dominio. Mi respiración jadeante sonaba fuertemente en mis oídos a medida que intentaba llegar a él. En ese momento su danza y canto cesaron.

* * *

Conmigo, ese Hábito Negro no necesitaría ninguna droga. Nuestro maakai está entonando su conjuro: uno especialmente potente según veo. Eso significa que él cree que este hombre está muy grave, casi al borde de la muerte. Dice que el sacerdote tiene una de las enfermedades itinerantes, fácil de detectar, la cual no requiere la extensa ceremonia Dúayida. Nosotros los irlandeses llamamos a eso "diagnosis". Me fijo en Yevjo, emocionada por su atractivo, buscándolo, queriendo llegar a él así como lo acaba de hacer este pobre sacerdote. Mis dos personalidades tanto la indígena como la irlandesa chocan dentro de mí: Soy la aprendiza del maakai y mi madre que es pima quiere que continúe con la tradición familiar pese a que ella va a la iglesia con mi padre, Patrick. Gracias a ella estoy aquí aprendiendo todo lo posible sobre el oficio y la fe de Yevjo, porque tiene mucha fe intensa y perdurable, que en muchos aspectos compite con aquella que trajeron los españoles a esta región y en la que cree mi padre. No estoy segura en qué cree mi madre en lo más recóndito de su corazón.

Estoy indecisa entre la fuerza de las tradiciones de Yevjo y lo que los europeos me han enseñado. Creo firmemente en el poder y autoridad de la madre naturaleza y lo que nos dice; pero aún así el misionero que más conocí, el padre Gustavo Holzmann, me enseñó a resistir mis tendencias naturales. ¡Qué lástima que no pudo resistir las suyas! Ya tengo dieciocho años y he vivido mucho, he tenido muchas experiencias del poder imponente de la naturaleza. Mis lecciones más importantes no las aprendí de mis parientes o amigos indígenas sino de los españoles e irlandeses, quienes manifestaban sus creencias en el Dios cristiano y no en la naturaleza.

Mi tío Michael fue uno de mis maestros más importantes. Ha estado ausente por varios días y me doy cuenta de que mi padre, quien no ha dicho nada y se pasea por el piso y nos habla bruscamente, anda desesperado por saber de su suerte. El maakai dice saber donde está pero se niega a divulgarlo.

Observo a Yevjo practicando su hechizo sobre este nuevo sacerdote. Me maravilla la belleza de su piel lisa y oscura resplandeciente con el sudor que revela las ondulaciones de sus poderosos músculos. ¡Sí, él sabe cómo utilizar su cuerpo para fascinar y para sanar!

Ahora me fijo en nuestro paciente, el sacerdote. Él también es guapo pese a que se ve moribundo y casi esquelético. Tiene facciones perfectas con una nariz un poco aguileña y prominente que le da carácter, buenos pómulos, una mandíbula fuerte, bien delineada y cabello amarillo. Jamás he visto cabello así, más claro y fino que el de mi padre o el de mi tío Michael. Sus ojos parecen ser claros de un azul celeste brillante, si es que puedo confiar lo que veo a la luz del fuego. Parecen más grandes de lo normal porque está tan flaco, pero aún así son llamativos pese a que el blanco está algo oscurecido por la enfermedad. Su boca es ancha y curvada; sonreiría mucho si se encontrara en buena salud. Si llega a recuperarse, con su mensaje cristiano será digno contrincante de nuestro maakai… si llega a recuperarse. Por ahora está sumamente débil y parece querer llegar a Yevjo de nuevo, pero su debilidad es tal que a duras penas puede levantar la mano del catre.

Mi maestro el maakai le sopla otra bocanada de esa nueva medicina llamada marihuana a la boca del pobre hombre. La ha traído de sus viajes al sur distante cuando visitó a los tarahumaras, la tribu de su madre. Los otros curanderos desconocen la nueva medicina y sus poderes. El sacerdote se encuentra ya bajo los efectos del humo porque sus pupilas están dilatadas. Creo que la intención de mi maestro es mermar su incomodidad y ponerlo a dormir.

Mi madre me enseñó que estos misioneros son seres humanos muy especiales, distintos a nosotros y sin permiso para practicar las relaciones humanas normales. ¡Les tengo lástima y a éste en particular! Quiero mimarlo, mecerlo, acariciarlo y arrullarlo. Conmigo no necesitaría ninguna droga. El maakai pide la poción del polvo blanco, la que administro al sacerdote, levantándolo suavemente con mi brazo bajo sus hombros. Pobre hombre ¡Cuán débil y liviano se encuentra! Bebe la poción, atorándose y haciendo muecas al principio pero aceptándola después. Jacinta la ha preparado con suficiente dulce para hacerla tolerable.

Finalmente Yevjo termina su tratamiento y yo permanezco sentada en el catre junto al sacerdote. Le comento a mi maestro que el sacerdote es guapo. No me aguanto el deseo de tocarlo. Lo acaricio con mi dedo índice delineando sus labios y tocando la nariz y las cejas. Aliso su cabello para despejarle los ojos mientras que él me hace una pregunta con esa mirada celeste brillante y sus cejas levantadas levemente. Ahora descansa y se cierran sus ojos. Sé que conmigo no necesitaría droga alguna.

* * *

—Sería guapo si no fuese por su apariencia tan esquelética ¿no es así, maakai? —exclamó la joven. Él simplemente gruñó una respuesta mientras que ella permaneció sentada al borde de mi catre, acariciándome y quitándome el cabello de los ojos con sus suaves y frescos dedos sobre mi afiebrada piel.

— ¡Pues si consideras bellos ese pellejo blanqueado y esas mechas doradas, entonces sí! —contestó el maakai.

Entrecerré los ojos para verlo mejor. "Maakai" significa "curandero", un título parecido a "padre" o "doctor" y se llamaba Yevjo. ¿Habría oído bien su nombre? Era el nombre de un lince o un gato montés, tal vez su espíritu o animal del tótem. El curandero se quitó la máscara mostrando unas facciones duras, las cejas protuberantes, la nariz saliente y los feroces ojos negros, brillantes y escrutadores. Parecía estar en sus cuarenta años.

Asintió con la cabeza en dirección de la anciana. —Voy a dejar el polvo y el jarabe aquí con Jacinta. Ella debe administrarle las dosis diarias, porque él tiene la fiebre recurrente, la fiebre tembladera, desde hace bastante. Eso de estar viajando por días expuesto al sol y con esa fiebre bien pudo haber matado a un hombre mucho más fuerte que éste. También está asoleado, quizás demasiado para que los espíritus o el polvo le sirvan de algo… el tiempo lo dirá.

Poniéndose de pie, se dirigió hacia Jacinta.

—Dale más de esto dos veces al día comenzando mañana y avísame si se te acaba. A ver si logras que coma algo, tal vez pinole; y hierve el tasajo que trajo y dale un poco del caldo. Si tienes semilla de chía, muele una manotada y échala al pinole todos los días. Debe de comer alimentos que pueda retener si es que se ha de aliviar.

Miró a la pelirroja y apuntó su mentón hacia la puerta. Ella se puso de pie casi en reverente obediencia, pero no sin antes haberme mirado a los ojos con una leve sonrisa y acariciando mi mejilla suavemente con su dedo.

—Adiós, padre, como quiera que se llame; espero que nos encontremos bajo circunstancias más favorables. ¡Le deseo fuerzas y pronta recuperación!

—Me… me… lla… amoooo…

No pude decir más. Flotaba demasiado lejos en las nubes de humo de la pipa. Añoranzas y tristezas vagas se apoderaron de mí al verlos cruzar ese umbral, tras del cual sólo había un gran vacío y la blancura de la luz de la luna. ¿Acaso habían sido verdaderos? ¿Será que mi yo que flotaba tan lejos era verdadero? ¿Acaso importaba o importaba algo en absoluto?

* * *

El calor del mediodía entró como una onda sofocante por la puerta abierta. Tenía que ser el día siguiente o quizás había pasado más tiempo desde aquella noche. No estaba seguro. Intenté incorporarme, pero mi fatiga me oprimía como un saco de piedras. Debí de haber exclamado algo en alemán o castellano como "¡Dios mío, ayúdame; Virgen Santísima, ten piedad de mí!" porque la forma encorvada de la anciana oscureció el umbral de la puerta.

— ¡Ah, padre, está despierto! —me dijo en castellano chapurreado con una voz chirriante como si fuera raramente empleada, asemejándose al sonido de las bisagras oxidadas de la puerta alabeada de esta lamentable celda de adobe. — A ver si logra comer algo.

Permanecí quieto, observándola a medida que se dirigía afanosa hacia el horno en el que aún quedaban unas cuantas brasas. Tomó uno de los tazones, desempolvándolo con el borde de su falda, y le vertió un líquido humeante con una rústica cuchara de palo. Me trajo el tazón y se sentó precisamente donde aquella visión pelirroja me había acariciado la cara. ¿Habría sido la noche anterior? ¿Será que alguna vez ocurrió?

— ¡Mire! —me dijo —lo preparé con nopalitos tajados para espesarlo, para que le calmen por dentro.

Me dio una cucharada que me olió a tasajo hervido, al aroma agridulce de los nopalitos y a arcilla húmeda proveniente del tazón. Me lo tomé a sorbos, encontrando su sabor de buen gusto. Ella le había añadido sal de alta calidad que abundaba en Sonora y así la pócima estaba bien condimentada, aunque me hubiera gustado alguna que otra hierba. Pero yo, sin criticarle, le indiqué que gustosamente aceptaría más.

Después de haberme tomado la sopa, Jacinta me dio pinole mezclado con semillas de chía que le impartían a la papilla un sabor a nueces, endulzada con un jarabe rojizo hecho de la fruta del saguaro, el mismo jarabe que había contrarrestado el sabor amargo de la poción aquella noche. Debí haberme quedado dormido después de la comida porque cuando Jacinta me despertó tocándome el hombro, la luz había cambiado y vislumbraba un ángulo anaranjado por la puerta.

— ¡Es hora de tomar el polvo! —me dijo. Nuevamente tomé la poción y de nuevo caí profundo. Jacinta llegó a ser mi salvación. Me bañaba como seguramente lo habría hecho muchas veces con cualquier chico enfermo, vaciaba mis desechos, me ayudaba a sentarme y evitaba que me cayera al intentar dar uno que otro paso titubeante. Su temperamento era suave y natural, jamás indebido o de mal genio.

Mis días pasaron en el limbo, ignoro cuantos. A veces intentaba meditar y orar, pero en medio de un pensamiento importante o de alguna frase que recitaba interiormente, me despertaba para darme cuenta de que mi mente había encajado jirones en los retazos de mis sueños: la imagen de un coyote merodeando por ahí, una que otra escena de mi niñez: mi madre viuda, su cabeza inclinada en oración, sentada a la hora del desayuno con mi hermana Isabella y yo en nuestro comedor en Mannheim. Intentaba concentrarme para orar, pero en vano: nuevamente volvía a flotar en la distancia. Otras veces, leía mi breviario con lo que yo consideraba suma concentración, para darme cuenta luego que mis flojos dedos lo habían dejado deslizar al piso de tierra.

A medida que me iba recuperando, mi limbo llegó a ser algo infernal, porque aunque no me sentía lo suficientemente fuerte para deambular, estaba demasiado alerta para pasar los días durmiendo. No podía hablar con nadie, ni siquiera con Jacinta, porque aunque me hubiera entendido, andaba demasiado ocupada para sentarse a escucharme. Más bien, me quedaba acostado considerando mi situación. Me había marchado de Atí porque lo vi necesario, mas ahora dudaba de mi decisión. ¿Acaso valía la pena todo esto? Casi me costó la vida el viaje hasta acá.

"¿Será que está borracho?" la primera pregunta que los pimas hicieron cuando me salvaron sonaba aun en mi mente. A lo mejor estarían pensando en el pobre Gustavo, el misionero de aquí, de la misión de los Santos Ángeles de Guevavi, mi predecesor. Mi hermano en Cristo, el padre Gustavo Holzmann, un hombre mil veces mejor que yo, había sido destituido de su puesto por haber bebido cuanto alcohol podía conseguir. Las tensiones y presiones de nuestra solitaria vida de misionero lo habían destrozado e irónicamente yo, igualmente destrozado, venía a reemplazarlo.

José, el curandero de la misión de Atí, era mi mejor aliado. Me había ayudado a atraer muchos pimas a la misión, más que triplicando la cantidad de conversos nuevos desde que yo había comenzado mi trabajo en Sonora cinco años atrás, en 1756. Eso fue antes de que cayera enfermo con este padecimiento que algunos llaman paludismo, que se me manifestó repentinamente después de haber gozado cinco años de perfecta salud. Fijándose en mí con una mirada compasiva, José me dijo que si me quedaba de seguro moriría. Tenía plena confianza en él cuando culpó al agua mala que bebimos. Tenía que distanciarme de eso y para salvarme solicité un traslado, mediante el padre Provincial en México, la capital.

Durante uno de mis períodos de mejor salud antes de partir de Atí hice el penoso viaje para visitar al padre Gustavo, pasando por dos cordilleras hasta llegar a la misión de Oposura, el lugar de reposo de nuestra Compañía para nuestros compañeros cansados o enfermos. A él ya lo habían destituido de la misión de Guevavi un par de meses atrás. Para entonces yo sabía que mi traslado a su previa misión había sido aprobado y tenía muchos deseos de hablarle sobre Guevavi. No llevaba prisa alguna, ya que transcurrieron tres meses antes de la llegada de los documentos oficiales.

Lo encontré sentado solo en un banco, la mirada perdida, en el patio de la espléndida iglesia de Nuestra Señora de la Candelaria.

— ¿Gustav?

Dando un respingo se puso de pie y me miró. Quedé atónito. Lo había visto por última vez durante la reunión anual en Mátape y ya para entonces no se veía bien, pero ahora estaba gris y demacrado con el hábito negro que le colgaba de su huesudo cuerpo. Le tendí la mano y sentí el temblor en la suya al saludarme.

— ¡Ygnacio! —exclamó, al llamarme por mi nombre castellano pese a que continuamos hablando en nuestro alemán natal. —Se rumorea que tomaréis mi puesto en Guevavi. Creo que allá lo eché todo a perder, pero verdaderamente fueron los apaches los que nos aniquilaron. Nos asestaron el golpe mortal.

Aflojó su mano, pero el temblor continuó a medida que la retiraba. Su voz disminuyó hasta llegar al silencio con la mirada medio enfocada desviándose al vacío. Opté por ser directo con él. De nada me serviría pretender que no sabía lo del alcohol.

—Sentémonos, Gustav. Como veréis, yo tampoco estoy en muy buenas condiciones. Yo soy el que debería de estar aquí en vez de tomar vuestro puesto en Guevavi, pero el padre Provincial me ha enviado a mí y por lo tanto necesito saber lo más que pueda de la misión, así como de vos también. Sé que hubo un problema con la bebida, pero ¿qué fue lo que pasó?

Gustav me miró directamente, su semblante agotado y distante, casi indiferente.

—Tomé las riendas de Miguel Gerstner. Él había estado construyendo la iglesia y las instalaciones de las estructuras aledañas y había incrementado notablemente la población de los pima altos. Aunque tuve buen comienzo, tenía el presentimiento de que los neófitos no estaban nada contentos de perder a Miguel.… ¡Por Dios, Ygnacio! ¿Habéis estado alguna vez tan solo y desesperado de no poder hablar con alguien de los vuestros, que sentisteis… que casi… quisisteis morir?

Su alarido desgarrador me conmocionó.

— ¡Pues claro que sí, Gustav! Todos nosotros que servimos acá hemos sentido eso.

—La situación se tornó desesperante. Interfería con mis labores, con la construcción, el catecismo, con todo. Ahí fue cuando llegué a conocer a Patrick O’Meara, de la hacienda que queda como a dos leguas al occidente. Lo recibí como un regalo del cielo porque podíamos reírnos, hablar y comentar sobre cualquier cosa. Pero entonces apareció en la escena el tequila.

Gustav calló, hasta que lo insté a continuar.

— ¿Sí, el tequila…?

— ¡Sí, que Dios me ampare! Yo no sabía que era un borrachín hasta que conocí a Patrick. El vino de la comunión no me hacía nada, pero una vez que probé el tequila, nada podía detenerme. A Patrick le parecía divertido y era muy generoso conmigo, pero no sabía que me estaba destruyendo. Una vez comenzado eso, tuve toda índole de contratiempos: una redada de los apaches, enfermedad y mortandad entre mi gente, con mi persona siendo más un problema que una solución. Por fin, el padre visitante me rescató de todo eso, porque pudo ver mis faltas y cómo había descuidado el lugar.

Hizo una pausa inclinando su cabeza, puños apretados en el canto y ojos fuertemente cerrados. Quería tanto tenderle la mano, llegar a él, mas contuve mi deseo. Opté por esperar.

—Aún así… —continuó —la misión seguía teniendo unas cuantas cabezas de ganado y algún que otro caballo. Dependíamos de ese ganado para abastecernos con carne y así suplementar lo que estábamos cultivando, que como bien sabéis consistía en maíz, chili, calabaza, guisantes, melones—esas cosas de siempre. Los apaches nos atacaron de nuevo y nos aniquilaron: se llevaron la mayoría del ganado y todos los caballos. Mi gente, desesperada, se comenzó a ir de la misión.

— ¿Y ahí fue donde perdisteis el control de la bebida?

—Eso ya venía descontrolado desde mucho antes, pero esa fue la gota que rebasó el vaso. El padre Johann Nentwig, nuestro padre visitante, se apiadó de mí y de ellos y me destituyó. Ya para entonces la población se había reducido a tan sólo unas doce familias que les tenían pánico a los apaches y yo sabía que no habría ninguna especie de protección para ellas. Los apaches y yo destruimos la misión, Ygnacio.

* * *

Unos cuantos días previos a mi traslado, en las afueras de la rectoría de Atí observaba la llegada de mi reemplazo, el padre Francisco Pedro Vives de la Compañía de Jesús. Subía la cuesta desde la ribera del río seguido por sus dos guías. Iba erecto en la silla conduciendo un burro de carga y viéndose muy fresco pese al largo trayecto. Me encaminé hacia el portón e intenté enderezar mis espaldas para darle una bienvenida correspondiente, pero volví a encorvarme. El calor junto a mi cansancio y depresión por la inminente separación de mi pequeño rebaño me habían derrotado.

Me siguió hasta la plaza delante de la iglesia donde lo presenté a los miembros de mi congregación, para luego enseñarle las "comodidades" de la misión, las instalaciones de adobe que rodeaban la austera residencia del sacerdote y la achaparrada iglesita de San Francisco, construida por el padre Kino casi un siglo atrás, con sus dos campanas colgadas de los arcos gemelos sobre la entrada. Se rió de la sencillez comparada con las lujosas iglesias de México. Pese a que comprendía su sentimiento, yo rechazaba su condescendencia porque dentro de poco llegaría a saber cuánto esfuerzo costó construir esa simple iglesia aquí en el desierto de Sonora.

Pero fuera de eso, Francisco me enorgullecía. Saludó a los conversos en su propio dialecto pima, conservando la tradición jesuítica de aprender los idiomas de la gente que convertíamos y enseñábamos. Se aglomeraban a su alrededor, riendo y hablando. Yo también sonreía, apreciando su amplia sonrisa, su temperamento indulgente y el mechón negro que le caía sobre la frente cada vez que trataba de echarlo para atrás. Tendría más o menos mi edad, pero se veía fresco y joven en comparación con mi palidez fantasmal.

Ningún sacerdote debía viajar sin escolta, pero mis dos guías estaban indispuestos: uno tenía un tobillo fracturado y el otro una mordedura infectada de araña. Me aseguré de que José se encargara de ellos. Me explicaron el camino que debería tomar, trazando la ruta con un palo en la tierra. Debería seguir el río Altar hacia el norte en dirección a Sáric, luego cruzar un tramo de desierto agreste hasta llegar al río Santa Cruz que fluye hacia el norte. Encontraría la misión Guevavi al lado del río.

Empaqué mis pertenencias. Mi violín, lo más valioso entre ellas, iría conmigo detrás de la silla sobre Conejo, con el resto de los bultos relegados a la mula de carga. Monté con la asistencia de Francisco, mirándole el rostro tieso de preocupación y una arruga entre las negras cejas. Repetía la misma letanía que había oído antes.

— ¡Ygnacio, sed razonable! ¡Esperad hasta que por lo menos uno de vuestros guías se encuentre en condiciones para acompañaros!

Me mostré reacio a más demoras y debo confesar que se me subió la testarudez alemana, negando con la cabeza. —Ya he esperado demasiado. Debo marcharme de inmediato mientras tengo fuerzas. Es mayo y los días siguen siendo relativamente frescos. Si me demoro, no solo me debilitaré más sino que la temperatura aumentará también.

— ¿Y qué si os atacan los apaches?

—Entonces verán que no valgo la pena. Muy rara vez atacan a los Hábitos Negros. Además, verán que traigo dos mulos y ellos prefieren robar caballos.

—Que Dios os guarde, Ygnacio. ¡Sois más terco que el Conejo este!

Me dio la bendición y después de una pausa renuente, me entregó el extremo del ronzal de la mula de carga.

Mis pimas se conglomeraron alrededor del nuevo sacerdote para despedirme, algunos sollozando. Elevé una breve oración, los bendije y le di media vuelta a Conejo. Iniciamos nuestra jornada a paso lento, volteándome sólo una vez para despedirme, levantando la mano. Mi corazón me pesaba por dejarlos a ellos mis amigos sinceros, pero estaba siguiendo su consejo, porque sin ello jamás hubiera sabido lo suficiente como para marcharme mientras hubiese esperanza.

Los mulos y yo nos encaminamos al norte siguiendo el río Altar, evitando las colinas y el terreno accidentado de las riberas. Gracias a mis exploraciones del paisaje aledaño a Atí, sabía que el terreno era más agreste hacia el norte, interrumpido por barrancos que conducían a las empinadas riberas en ambos lados. Conejo y la mula de carga caminaban río arriba, muchas veces sobre agua, tropezando y resbalando sobre piedras revestidas de una capa de verdín amarilloso.

Temprano aquella mañana y hacia el norte, una mancha negra en el cielo anunciaba un fuerte chaparrón, pero luego se disipó. La brisa proveniente de aquella dirección al principio me refrescaba, pero después me soplaba con fuerza la cara. Conejo levantó la cabeza súbitamente y resolló; sus orejas apuntaban directamente hacia delante. Un tronar distante, que se sentía más por su vibración que por su sonido, les llegó primero a los mulos y después a mí. El temor me heló la sangre.

Frené a Conejo dando la vuelta y arrastré a la mula de carga con un jalón que casi me tumbó. Huimos río abajo. ¡Por fin! Una sección baja en la ribera. La mula de carga apenas trepó a ella cuando una gigantesca ola de agua turbia se estrelló contra el recodo y se dirigió directamente hacia nosotros. Salté de la silla y corrí cuesta arriba, jalando los mulos. Nos abrimos camino como pudimos por la difícil escalada, esforzándonos en escapar de aquel tremendo caudal de agua, barro, ramaje y hasta piedras desplazadas, que rodaban río abajo por la gran fuerza de la inundación repentina.

Subimos afanosamente una cuesta casi vertical a medida que las rugientes aguas nos chupaban los pies y tobillos, tratando de arrastrarnos con ellas. Logramos llegar a un punto nivelado sobre aquella turbulenta corriente donde me desplomé jadeante. Los dos animales estaban petrificados con las orejas tiesas apuntando hacia delante, los ojos desorbitados, los hocicos ensanchados y las patas temblando. Pocos minutos después, se sacudieron y resollaron, como expulsando a soplos el resto de su terror y comenzaron a morder los manojos de césped tieso que crecían en la ladera. Mi corazón también disminuyó su latido y le di gracias a Dios por mis amigos de agudo oído y por nuestra milagrosa salvación. Mi primer pensamiento fue hacia mi violín. La envoltura estaba salpicada de barro, pero afortunadamente nada había penetrado hasta el instrumento ¡alabado sea Dios!

Al mediodía del día siguiente, comenzamos a cruzar el desierto montañoso entre los ríos Altar y Santa Cruz. Decidí apearme, tomar un sorbo de agua de mi jícara y dar un mordisco al tasajo con un poco de pinole. Estaba débil a causa de la falta de alimento, mas no tenía apetito alguno. Los mulos, que habían bebido agua del río aquella mañana, se negaron a beber el trago que les serví en una de las canastillas cora. Devolví el agua a su odre. En esta parte del mundo, no ha de perderse ni una sola gota.

A eso de la media tarde, el sol caía implacable sin una nube en el cielo. El aire estaba quieto y ardiente como en julio y parecía moverse con olas de calor que se levantaban onduladas de las piedras cercanas. Lamenté el torrente de agua de aquella mañana y los mulos me indicaron que ellos también lo echaron de menos: cuando les ofrecí un trago de agua que calentada por el sol estaba como para un baño, no me la rechazaron y la bebieron a sorbetones ávidos. Yo bebí un poco, descargué y apeé los mulos y me acosté a la sombra de un saguaro, cuidándome de las espinas caídas y empleando la silla como almohada. La temperatura a la sombra de ese pequeño oasis era al menos cinco grados más fresca que la de la tierra cocida al sol a mi derredor. Me desperté como una hora más tarde sintiéndome recuperado; masqué otro pedazo de tasajo y reuní los mulos.

Montamos hasta bien entrada la noche con la luz de la luna menguante iluminando el camino y los mulos seguros del terreno que pisaban. La fiebre me regresó al día siguiente y no me atreví a demorarme, optando por continuar medio delirante y con mis hábitos empapados de sudor. ¡Seguro que la distancia entre los ríos no podría ser tan grande! ¿Será que me había perdido? El calor del mediodía junto con la fiebre era insoportable. Desmonté dos veces para vomitar, la segunda de amarga bilis. Pasó el día y después pasó quizás otro—no sé, había perdido la cuenta—y nos habíamos bebido todo el agua.

Por fin, una hilera de árboles demarcaba la ribera de un río. Quizás era el Santa Cruz y esas manchas serían chozas de barro y palos. Con mi vista borrosa, no podía estar seguro. Quizás era la misión Guevavi o tal vez uno de los pueblos satélites como Tumacácori. En todo caso, no era un espejismo. La gente corrió a recibirnos, tomando la brida de Conejo y conduciéndonos a la sombra. Me ayudaron a apearme. Con manos temblorosas arrebaté la jícara con agua tibia que me tendieron, engullendo su contenido y derramando la mitad sobre mi pecho. Luego desplegaron una manta y me ayudaron a recostarme.

Efectivamente, las palabras de Yevjo eran ciertas. Estaba enfermo de muerte a mi llegada. ¿Acaso me iría a recuperar?

 

 

El jesuita y el brujo Copyright © 2011. F. B. Weinberg. All rights reserved by the author. Please do not copy without permission.

 

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Biografía de la autora

Nacida en el altiplano de la región desértica en el estado de Nuevo México (Estados Unidos), Florence tuvo ocasión de disfrutar la exploración del paraje silvestre tanto a pie como a caballo. Aquellos majestuosos panoramas forjaron su sensibilidad, con los inesperados brotes de vegetación cerca de las fuentes escondidos entre los pliegues de los áridos montes que le comunicaban tranquilidad y belleza en lo que era un ambiente riguroso.

Publicó su primer poema en una revista infantil poco después de haber aprendido a leer a la edad de cuatro años y escribió su primera "novela" a los seis, bajo el título "Ywain, Rey de los Gatos", con ilustraciones hechas por ella misma.

Antes de radicarse en San Antonio, Texas, viajó considerablemente como hija de familia militar a varios lugares durante el curso de la Segunda Guerra Mundial. Junto con su esposo, el destacado erudito y maestro Kurt Weinberg, trabajó y viajó a Canadá, Alemania, Francia y España. Después de haber recibido su doctorado, enseñó por veintidós años en St. John Fisher College en Rochester, Nueva York, y por diez años en la Universidad Trinity en San Antonio, Texas. Escribió cuatro libros académicos, innumerables artículos y reseñas literarias, como también llevó a cabo investigación en los Estados Unidos y el extranjero.

Tras su jubilación en 1999 y haber obtenido su libertad del mundo académico para consagrarse totalmente a la escritura de ficción, escribió diez novelas de varios géneros, comenzando con fantasía y terminando en romance histórico y misterio. Siete de ellas han sido publicadas: una de romance histórico sobre el Renacimiento francés, publicada en Francia y traducida al francés, otra en inglés sobre la fundación de San Antonio de Tejas, una, también en inglés, sobre la segunda entrada en la valle del Río Grande cuarenta años después de Coronado, y (incluyendo la presente novela) cuatro novelas históricas de misterio, en las que el protagonista principal es el misionero jesuita del siglo XVIII, el padre Ignaz (Ygnacio) Pfefferkorn, dos que tienen como escenario el desierto de Sonora, la tercera que tiene lugar en un monasterio antiguo de España, y la cuarta que se trata de la vuelta del padre Ygnacio a su patria, Renania.

TTB titles: Apache Lance, Franciscan Cross
Seven Cities of Mud
Sonora Moonlight
Sonora Wind
The Storks of La Caridad

El jesuita y el brujo
El jesuita y la tormenta
El jesuita y La Caridad

 

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Format: ePub, PDF, Mobi/Kindle compatible
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  Author News

Apache Lance, Franciscan Cross by Dr. Florence Byham Weinberg has been selected as a 2006 WILLA Literary Award finalist in the category of historical fiction. The WILLA Literary Awards are chosen by a distinguished panel of twenty-one professional librarians.

Apache Lance, Franciscan Cross by Dr. Florence Byham Weinberg has also been selected as the featured book for the Las Misiones Capital Campaign. A portion of the proceeds from the sales of Apache Lance, Franciscan Cross will be donated to the restoration and preservation of San Antonio's five historical Franciscan missions (established between 1718 and 1731). For more information, or to make a donation, please visit http://www.lasmisiones.com/.

 

 

  Reviews

"Sonora Moonlight is a brilliant novel that begins and ends like a murder mystery, but in between explores complex human relationships in the face of spiritual crises and conflicts. It is the story of the rise and fall of a Jesuit mission in the Sonora Dessert and its devoted pastor, Father Ygnacio Pfefferkorn, S. J., who assumes the role of detective….

When the murder is discovered, the Indians are immediately suspected and it becomes part of Father Ygnacio's mission to protect them. The solution to the murder thus becomes deeply intertwined with the battle between the protagonists for the souls of the Indian population.

It is this conflict between two worthy spiritual antagonists that raises this book above the level of the usual detective novel, exploring its limits without losing the suspense of the mystery that is its subject. Father Ygnacio discovers the murderer, but Patricia, torn between two forbidden loves: the "pagan" healer Jevho and the Christian missionary, is forced to choose between the two cultures that created her, European and Indian….

This fascinating work of history and imagination probes important facets of the Spanish conquest of the Americas in its spiritual and its practical dimensions.

Reviewed by Ralph Freedman, PhD

 

 

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