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El jesuita y La Caridad
cover design © 2011 Ardy M. Scott.

 

 

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El jesuita y La Caridad
novela histórica

 

F. B. Weinberg

 

 

 

Capítulo 1

Limbo

—Soy sacerdote. Soy jesuita.

Estas palabras me ayudan a recordar, a creer. Las he repetido a través de mis ocho años de prisión y dolor, pero más aún en estos últimos cuatro días bochornosos dentro de éste polvoriento carruaje. Aunque todavía mis muñecas no están infectadas, de seguro mis tobillos lo estarán. Con cada sacudida de estas ruedas zunchadas en hierro, los grilletes que atan mis miembros se ahondan en mi carne, atormentándome.

Nos encontramos al norte de Cádiz, a cuatro días de su prisión en el Puerto de Santa María. Mi siguiente prisión, el monasterio de Nuestra Señora de la Caridad, no se encuentra lejos.

—Soy sacerdote. Soy jesuita.

* * *

Una tormenta nos amenazaba. En la oscuridad que se arremolinaba, observé a través de la sucia ventana del carruaje cómo las nubes negras opacaban el ocaso, intentando olvidar mi pena. Destellos como cortinas de relámpagos iluminaban de vez en cuando la campiña y su luz se reflejaba sobre el hombre sentado frente a mí, mi carcelero. Mi condición no le importaba en absoluto. Sí, me había dado un poco de agua y pan seco y permiso para evacuar durante la jornada, pero para él no era más que equipaje. Los caballos recibían mejor tratamiento.

En un abrir y cerrar de ojos nos envolvió la negrura de la tormenta. Un fuerte relámpago encandilante y un trueno ensordecedor me levantaron de mi asiento. Los caballos desbocados ladearon el carruaje con tanta fuerza que me arrojó contra la puerta del coche. Tal fue mi sorpresa que no hubo manera de minimizar el golpe y grité por el nuevo dolor que se mezcló con los anteriores. Hasta ese momento había podido soportar mi condición en silencio.

Oí las blasfemias frenéticas del cochero y el chasquido de su látigo. Recuperó el control, enderezando el carruaje con un choque que me devolvió por fuerza a mi puesto. El tormento persistente de mis muñecas y tobillos pasaron a un segundo plano comparados con las nuevas picadas que sentía en mi hombro, pero a pesar de ello seguía vivo. En silencio elevé un agradecimiento a Dios que el coche siguiera sobre sus ruedas y reflexioné ante la impotencia tanto mía como la de mis hermanos jesuitas.

Habíamos quedado indefensos desde el momento en que fuimos expulsados de España y sus colonias como también del resto de Europa Occidental. Recientemente había oído que nuestra Compañía fue suprimida por orden del Papa. Nuestra Santa Madre Iglesia nos había reducido a la nada. Mi propio suplicio entraba en su noveno año. Fui arrestado en el año 1767 cerca de mi misión en el desierto de Sonora. Sobreviví a la marcha de la muerte a través de México y el viaje asfixiante en unas celdas del tamaño de un ataúd de ese barco-prisión en ruta a Cádiz. Veintiún misioneros de Sonora sobrevivieron conmigo en la odisea; treinta murieron. Quizás aquellos muertos martirizados en Nueva España y en alta mar tenían más suerte que yo.

Siguieron ocho años de interrogaciones y latigazos.

El pretexto para retenernos era que sabíamos demasiado sobre las instalaciones españolas en el desierto de Sonora. La realidad es que las palizas e interrogaciones eran por el oro. Siempre el oro. Nadie, ni siquiera el rey Carlos III creía que no sabíamos dónde estaba escondido. Había minas de oro y plata en Sonora y, claro, nosotros los misioneros todos teníamos nuestro tesoro escondido. Al fin y al cabo, éramos… mejor dicho… fuimos jesuitas.

Negué con la cabeza sonriendo amargamente.

Otro relampagueo, casi tan cercano como el anterior. Vi en el vidrio de la ventana mi reflejo y una cara reconocible como típica del norte de Europa me observaba. Sí, los ojos todavía me eran familiares, de un azul intenso rodeado de blanco puro. Mi cabello seguía rubio pero ahora entremezclado con gris, corto y peinado como de costumbre directamente hacia atrás desde mi frente amplia, pero ahora pegado a su sitio por la grasa y el polvo del camino. Por lo demás, a duras penas me reconocía.

Los ataques repetidos de paludismo habían extenuado mi cuerpo. Mi mejilla izquierda estaba desfigurada por una cicatriz producida por un latigazo y una ceja hendida acusaba otro golpe. Tenía una vena reventada bajo mi ojo izquierdo, como recuerdo de un puñetazo. Por milagro, mi nariz aguileña y mis dientes estaban todavía intactos.

Me habían golpeado pero no quebrado… mientras me pudiera acordar quién y qué era.

—Soy sacerdote. Soy jesuita.

El relampagueo fue frecuente y trajo con ello una breve y estrepitosa granizada. Anticipando cualquier golpazo futuro del carruaje, apreté mi cara contra la ventana. La luz blanca de los destellos revelaba a distancia un grupo de estructuras amuralladas sobre una colina baja. Tenía que ser el monasterio. Por fin: ¡La Caridad!

Allí me esperaba mi oscuro futuro. Me sacudió un escalofrío involuntario. El breve vistazo me mostró una iglesia enorme con una torre redonda sobre el transepto, un campanario erguido sobre la fachada, varias estructuras y quizás también algunas ruinas.

Arriesgando más dolor al frotarme el hombro, mis manos encadenadas rozaron la orilla de una carta sellada con lacre y guardada en el bolsillo interior. Era una carta del abad dom Gerónimo, el Inspector Real de las Prisiones, de un monasterio de premonstratenses en Madrid. A mi llegada tendría que entregarla, sellada y sin haberla leído al abad de La Caridad. Dom Gerónimo había sido el abad de La Caridad y me había descrito el lugar. Si esta carta acusaba mi presunto delito cometido en Santa María, mi encarcelamiento en La Caridad sería un verdadero calvario. No obstante, hasta la fecha su amistad me había salvado de una persecución peor. ¿Sería posible que estas pesadas cadenas fueran simplemente una reacción oficial a mi "delito"?

La breve granizada se tornó en un fuerte chaparrón. El cochero maldecía en voz alta e impelió los caballos al trote para terminar llevándolos al paso una vez que habían subido la colina. Dimos vuelta a la derecha y nos detuvimos ante un masivo portón cochero rematado con una reja en forma de abanico, bajo un arco de piedra labrada. El cochero saltó y corrió al portón, donde tocó una campana mientras recostaba su cuerpo contra las pesadas puertas dobles para evitar la lluvia constante.

Esperamos por muchos minutos. Por fin, oímos el ruido del cerrojo y con un chirrido las puertas se abrieron. Un monje en hábito blanco empapado le hacía señas para que entrara. El cochero tomó del freno al caballo más cercano y llevando consigo todo el carruaje entró en un espacio del tamaño de una plaza de armas, pasando por cortas columnas de piedra unidas por pesadas cadenas labradas hasta llegar a una entrada abierta. La luz que salía brillaba sobre las gotas de la lluvia, pero no vi ninguna actividad, simplemente un muro de piedra, un arco y, más allá, oscuridad.

La iglesia quedaba directamente adelante. Un par de gradas anchas de piedra indicaban hacia las pesadas puertas artesonadas, tan altas como el doble de la estatura de un hombre. Sobre ellas, difícilmente visible en la lluvia y la oscuridad, se alzaba el campanario. Entrecerrando los ojos podía distinguir las siluetas de tres grandes nidos de cigüeñas aferrados a la cornisa y encima de la torre.

Mi carcelero se bajó primero, abrió la puerta de mi lado y me tendió las manos para ayudarme a bajar. Ésta fue su primera cortesía conmigo, gesto que suponía era para presumir. Mis piernas tiesas amenazaban fallarme al intentar ponerme de pie y el dolor de mis tobillos y muñecas me hizo boquear. Miré hacia abajo. La distancia entre los escalones del coche era de veinte pulgadas, pero las cadenas de mis grilletes apenas tenían doce. Cuando bajaba del coche durante la travesía, simplemente saltaba, pero esta vez no pude. El carcelero tenía extendidos ambos brazos, significando que yo tendría que soltarme del marco de la puerta.

Logré dar el primer paso, pero al intentar el segundo la cadena se enganchó y caí sin remedio. Mis rodillas rozaron el empedrado lodoso antes de que el alguacil pudiera agarrarme, ¡gracias a Dios! Aunque se salvaron mis rodillas, mis tobillos sostuvieron cortadas más profundas, sangrando dentro de mis zapatos a medida que caminaba lerdamente.

Lo seguí bajo el aguacero hasta que entramos en la antecámara, cuyas lámparas de aceite despedían una cálida luz amarilla. Allí nos recibió un monje de hombros encorvados, con las manos escondidas dentro de las mangas de su hábito. Su cara y hasta su cabeza tonsurada tenían color rosado en comparación con la mía. El reflejo que había visto en la ventana del coche durante el relámpago me mostraba un color de cenizas.

Él había presenciado mi caída del coche, según su mueca leve de consideración. Titubeó un momento y luego me tendió la mano.

—Bienvenido a La Caridad. Soy el hermano Eugenio, el escribano de este lugar. Vos debéis de ser…

Me erguí y tomé aire, los dientes fuertemente cerrados por los embates del dolor. Mi voz salió ronca, las palabras entrecortadas. No podía controlar el temblor de mis manos al tomar la suya.

—S-soy Ygnacio Pfefferkorn,… Compañía… de Jesús.

 

 

 

Capítulo 2

Inquietud sagrada

El monje parecía sorprendido. Agitó la cabeza y frunció el ceño, ahondando el pliegue entre sus cejas grises.

—La carta del Concilio Real de Madrid da vuestro nombre como Pe… Pfe… Pferkon.

Al tomar mi mano entre las suyas, la mía dejó de temblar. Era la primera vez que sentía algún afecto en tiempos recientes. Coloqué la mano izquierda sobre la suya, crispando el rostro al ruido metálico del choque de los grilletes, pero agradecido por su simple gesto de bondad.

—Pferkon en castellano suena bastante parecido a mi nombre, hermano Eugenio. ¡Qué bueno es estar aquí¡ Por lo menos ha culminado el viaje.

Ladeó un poco la cabeza con una mirada interrogativa. Luego le agradeció al alguacil por su servicio bien desempeñado. Las palabras parecían genéricas como para agradecer a cualquier mensajero. Por fin, volvió su atención hacia mí.

—Nuestro abad, dom Gregorio Cañada y Lobato, nos espera. Venid conmigo.

Dio la media vuelta y se alejó antes de que le pudiera decir algo sobre mis tobillos pelados. De repente, la mano del alguacil en medio de mi espalda me empujaba hacia adelante. Arrastré los pies rápida y dolorosamente para alcanzar a Eugenio, pero se detuvo solo un momento antes de llegar a una puerta de madera labrada. Estaba abierta. Me hizo señas que entrara primero y caminó detrás de mí, el alguacil siguiéndonos el paso.

Sentado detrás de una mesa de roble oscuro con las patas reforzadas de adornos arabescos en hierro forjado, se encontraba un hombre vestido de un simple hábito blanco. Sin mirarnos, se inclinaba sobre un documento. Su cabeza tonsurada bordeada de cabello gris permanecía sin moverse sobre los hombros tiesos. Daba un plumazo rechinante sobre el papel para subrayar algo. Seguramente sabía que nos encontrábamos ahí en su entrada.

El hermano Eugenio, inquieto, movió los pies advirtiéndome con la mirada que guardara silencio absoluto.

El abad jadeaba como si viniera de correr y de vez en cuando rezongaba, mientras subrayaba una palabra con un movimiento salvaje de la pluma. Mojó la pluma de nuevo y terminó el párrafo, luego la tiró violentamente mientras refunfuñaba rabioso e incorporándose, nos lanzó una mirada fulminante, la cara enrojecida y las cejas formando una sola oscura raya gruesa.

—El paniaguado del obispo nos acaba de traer el mensaje más reciente de Su Reverencia —gruñía a través de dientes cerrados, enfatizando al honorífico con un sarcasmo marcado, —El maldito intenta destruirnos, Eugenio. Peor que aquel terremoto del diablo de…

Frunciendo el ceño, se detuvo a media palabra, inclinándose primero a un lado y después al otro a medida que me examinaba. Sus furibundos ojos cafés me penetraban, pero permanecí tan recto como pude. Finalmente, subió la cabeza, cortó el aire con las manos formando garras y gesticuló con los brazos para acentuar sus palabras.

— ¿Qué demonios habéis traído aquí en una noche como ésta?

Intenté sonreír, consciente de mi cara hirsuta después de cuatro días sin haberme afeitado, mientras mi corazón se aceleraba a la vista de sus dedos encorvados de la rabia. Aquellas manos bien podrían ser las de un músico o, igualmente posible, de un demonio. Los dedos eran largos y afilados, pero eso no significaba nada. Las manos que pudieran acariciar un gatito también podrían empuñar un látigo y yo temía más sufrimiento por esas manos.

Estaba en sus cincuenta, de estatura un poco menor que la mía, ni gordo ni flaco, pero sí robusto. Las cejas oscuras aún no mostraban canas y su mandíbula era fuerte y prominente bajo una nariz tradicional. Los labios normalmente gruesos estaban reducidos a una delgada raya adusta a medida que me observaba de pies a cabeza. Yo estaba muy consciente de mi hábito deshilachado alrededor del cuello y de los puños, polvoriento por la jornada y untado del lodo de mi caída del coche.

Eugenio, llenándose de valor, tosió levemente.

—Dómine, he aquí al ex-jesuita, don Ygnacio Phe….umm, Pferkon. —Y volteó su mirada hacia mí. —Dom Gregorio es nuestro abad.

—Sí, sí, sí, sí, claro, el ex-jesuita Ygnacio, por supuesto. El Concilio de Madrid me informa mediante mandato real que él será nuestro "huésped" por algún tiempo. Que todos los ex-jesuitas alemanes detenidos en Puerto de Santa María han sido enviados tierra adentro a un monasterio o a otro y entre ellos éste. ¡Malaya! Otra boca más que alimentar y nosotros aquí con la vida imposible. Después de sesenta y cinco monjes, estamos reducidos a veinticuatro más dos postulantes. Encima de eso, poquísimas donaciones para sostener a alguien que no puede cargar con sus responsabilidades.

Tornó su fulminante mirada al alguacil. —Supongo que tendrás las llaves para esos grilletes, ¿no?

El alguacil, atragantándose, dio un paso hacia adelante, rebuscando en la bolsa colgada de su cintura. —Si, dom Gregorio, aquí las tengo. Sostenía una enorme argolla cargada de varias cosas ensartadas, entre ellas llaves.

—Y ¿para qué me las muestras? ¡Desencadena a este hombre que traes amarrado como un animal salvaje! ¿Qué insensatez te hizo pensar de él como si fuese un delincuente desesperado?

Pensé: para vigilar a un delincuente, aunque no desesperado en el sentido normal.

—Discúlpeme, Dómine —tartamudeó el alguacil, —es que ésas eran las órdenes de Su Majestad.

—Sí, sí, sí, las órdenes de Su Majestad…

El Abad se alejó de la mesa y se me acercó, mirando mis cicatrices detenidamente, su labio inferior extendido. Levanté el mentón mientras me escudriñaba y comencé a comprender lo que un esclavo siente en la tarima de subasta.

Mientras el alguacil buscaba torpemente las llaves correctas, contuve la respiración. ¡La carta! Quizás debería de sacarla ahora; tal vez mermaría la tensión. Estiré mis brazos a un lado para que el alguacil pudiera alcanzarlos.

—Dom Gregorio, os traigo saludos de dom Gerónimo Gómez Flores, el inspector real y abad del monasterio de San Norberto en Madrid. Como vuestro predecesor, lo conocéis bien, por supuesto. A través de las últimas seis inspecciones anuales, él y yo hemos tenido la oportunidad de conversar y, bendito sea Dios, se ha compadecido de mí y ha recomendado que me enviaran acá. Él quería que yo terminara en un lugar que él conocía, un lugar saludable en donde tuviese amistades. Escribió esto…

En ese momento mis manos quedaron libres por primera vez desde que salí de la prisión en Cádiz. Se sentían extrañamente livianas y expresivas, libres del peso de mis grilletes. Rápidamente rebusqué en el bolsillo interior de mi sotana y saqué la carta doblada y se la ofrecí al abad, mientras que el alguacil se arrodillaba para desencadenar mis tobillos. ¿Será que la carta me denunciaría? O quizás ¿revelaría mi delito? Preocupado por lo que pudiera pasar, frotaba las muñecas heridas mientras mi cuerpo se tensaba de la angustia. Esta vez no pude sonreír.

Dom Gregorio abrió la carta y comenzó a leer lentamente. Su semblante de enojado se ablandaba hasta convertirse en una leve sonrisa, relajando mi tensión al mismo tiempo. Quizás me había equivocado en cuanto a mis temores. Las palabras de dom Gerónimo traían bendiciones y por lo visto mejoraban la situación en vez de empeorarla. Mi alivio emocional era acentuado por el sonido de las cadenas de mis tobillos que, unidas a las de mis muñecas, pendían del puño del alguacil. El dolor era distinto: intenso pero no tan agudo.

El abad quedó sonriente a medida que doblaba la carta.

—Tengo pocas instrucciones de parte del Concilio en cuanto a vuestro tratamiento.

Con la cara pensativa, me volvió a mirar y se dirigió al hermano Eugenio. —Llevad a don Ygnacio y sus pertenencias a la celda que le he asignado y si desea bañarse, enseñadle dónde queda el tanque.

Luego me dijo: —Cantaremos las vísperas y luego comeremos. El hermano Eugenio os irá a buscar a tiempo para acompañaros al refectorio. Comeréis con nosotros. Ya hablaremos después.

El monje que había abierto el portón se asomó por la puerta abierta, su hábito empapado, embarrado y pegado a los contornos de su cuerpo. Supuse que había guiado al cochero y los caballos por los patios embarrados de las caballerizas bajo el tremendo chaparrón. Era alto, algo delicado y delgado, la nariz angosta y los dientes torcidos. Su mirada era intensa, grave y casi desconfiada.

— El hermano Tomás es nuestro conserje —explicó el abad, haciéndole señas para que pasara. —Tomás, él es don Ygnacio Pferkon. Permanecerá con nosotros.

El monje inexpresivo me saludó con la cabeza, entregándome mi andrajosa mochila. Dentro de ella se encontraban mi Biblia, el breviario, un crucifijo, un rosario, un hábito adicional y ropa interior, mi equipo de afeitar y lo más preciado para mí, un cuaderno con lo que quedaba de mis apuntes tomados en el desierto de Sonora. Sus tribus, su fauna y flora, las propiedades del suelo y formaciones geológicas, todo listo para que escribiera algún día un libro, siempre y cuando me fuera dada la oportunidad.

Le di las gracias y él me saludó con la cabeza nuevamente, echó un vistazo al abad solicitando su permiso para retirarse y, caminado de espaldas, cerró la puerta al salir. El rastro de agua sucia que pintó su hábito sobre el piso empedrado me hizo extrañar que mi mochila hubiera quedado casi seca.

El hermano Eugenio, tomando mi manga levemente en la mano, indicaba con la cabeza hacia la puerta y salimos. Mis primeros pasos sin los grilletes se sentían como un renacimiento, pero mis tobillos ardían. Eugenio parecía sorprendido cuando le imploré que me esperara un momento mientras me fijaba en mis heridas. Me observaba impasible. Ambos tobillos estaban negros por las lesiones, raspados y en algunas partes con cortadas profundas causadas por los grilletes. La sangre seca mezclada con la fresca dificultaba la tarea para determinar la gravedad de las heridas. Subiendo la vista, lo miré.

—Me temía que ya estuviesen infectadas, pero gracias a Dios, no parecen estarlo. Puedo sanar bien si recibo suficiente alimento.

Desencorvando la vejez de su espalda, su tono de voz fue defensivo. —Aquí comemos bien, don Ygnacio. ¿Acaso os dijeron lo contrario?

—No, no, simplemente expresaba esperanza. Las autoridades seculares, que mandaron que debiera estar atado de manos y pies, concedieron poca importancia a mi alimentación. Apenas me han dado lo suficiente para mantenerme vivo.

Por lo visto mi respuesta lo aplacó. Comenzamos a caminar alrededor del claustro, haciendo él de guía. Yo miraba por doquier, observando lo que sería mi prisión por un término indefinido. Una prisión preciosa. Pasamos por una columnata majestuosa con su piso empedrado con gigantescas piedras colocadas diagonalmente en diseño alternante. Por primera vez mi mente no estaba preocupada por los dolores.

La voz de Eugenio sonaba orgullosa por los logros.

—No ha mucho, reconstruimos el claustro y casi hemos terminado la iglesia. Todavía hay andamios cerca de la entrada en el interior por eso del terremoto, como sabréis. Pero tenía deseos de enseñaros por lo menos el claustro.

Obviamente se deleitaba al ver cómo asentía con la cabeza por las maravillas que me mostraba. La columnata rodeaba un jardín bien cuidado. En la tenue luz de las lámparas colgadas en las paredes a intervalos regulares, alcanzaba ver árboles comenzando a dar frutos como melocotones, manzanas y tal vez peras.

Tomamos un breve desvío y me enseñó dónde quedaba el tanque de agua. Mi celda estaba arriba, junto a donde dormían el hermano Eugenio y los demás monjes. Subimos al segundo piso por una masiva escalera con escalones de piedra desde donde el claustro, marcado por aberturas rectangulares distribuidas parejamente, se abría sobre el jardín. Eugenio me dirigió hacia mi celda asignada, que se encontraba enclavada en una esquina colindando con el transepto de la iglesia. En su interior se hallaba un catre angosto con estera y cobija, una silla de respaldo recto, una mesa, una vela con su veladora, un pedazo de pedernal, pero sin su eslabón de acero, y dos ganchos para colgar ropa acoplados a la pared de piedra. Eso era todo. La puerta se podía cerrar pero no se podía trancar. Eugenio colocó mi mochila sobre la cama y dio media vuelta para irse.

Me había tomado todo ese tiempo para darme cuenta de que no iba a estar encerrado como una bestia salvaje, ni me iban a golpear o hacerme pasar hambre. Tenía mi propia celda limpia y bien ventilada, la libertad de bañarme y hasta me habían convidado a cenar con los hermanos después de las vísperas. Mi nivel de energía incrementaba a medida que me llenaba de curiosidad.

—Antes de que os marchéis, hermano Eugenio, ¿me podríais o quisierais decirme la razón por qué el abad estaba tan enojado? ¿De qué se trataba su comentario respecto a los tiempos malos?

Eugenio ponderaba por un minuto mi pregunta. —Es una combinación de cosas, don Ygnacio. Aquellas ideas francesas llegadas del norte determinan la política de la corte portuguesa y se han arraigado en Madrid. Vos deberíais de saber sobre eso, ya que es una de las razones de la expulsión de vuestra compañía de Portugal y probablemente de España.

— ¿Habláis de Voltaire? ¿Acaso la Enciclopedia de Diderot y de d’Alembert tiene esa clase de influencia hasta por estos lares?

—Tampoco somos tan provincianos. Dom Gregorio ha leído a Voltaire y cree que su fe en la pura razón, en particular su deísmo, su teoría aquella del Dios relojero que prende la maquinaria cósmica para después abandonarla, es extremadamente peligrosa. Algunos de nuestros ciudadanos más destacados también han leído a Voltaire y están convencidos de que tiene razón. Ya no nos están enviando a sus hijos.

—Sí, sí, entiendo. Pero habíais dicho que era una combinación de cosas. ¿Qué más?

Eugenio hizo una pausa y frunciendo la frente dijo: —Ignoro si debería comentar estos asuntos con vos. Han causado gran discordia entre nosotros y su solución queda por verse. Tampoco creáis que vaya a obligaros a que toméis parte en el asunto. Sin embargo, el obispo de Ciudad Rodrigo, que es don Cayetano Antonio Cuadrillero y Mota, está intentando aunar el pueblo de Robledillo de Gata a su diócesis. Robledillo es una de las parroquias principales para nuestro sustento y nosotros para la de él, desde hace varios siglos. Creo que desde 1165. Como veréis, somos interdependientes.

—Y ¿cómo han reaccionado los aldeanos a la interferencia del obispo en sus vidas cotidianas y tareas tradicionales?

—Según, don Ygnacio, según. Por un lado, todos nos conocemos personalmente. Los aldeanos viajan hasta acá para oír misa en ocasiones especiales, así como para los otros sacramentos. ¡Es que son como ocho leguas! Varios vinieron para la ceremonia de esta mañana. Quizás si os levantáis a tiempo mañana, veréis uno que otro. Nos quieren y confían en nosotros. Les encanta nuestra preciosa iglesia, sus costumbres están entrelazadas con las nuestras y no quieren cambiar para declarar su juramento a Ciudad Rodrigo, o por lo menos no la mayoría. Por el otro lado, la incertidumbre generada por la lucha por el poder con el obispo ha causado un decaimiento en las contribuciones y los jóvenes se están yendo a Salamanca a estudiar para ser curas diocesanos en vez de optar por la vida religiosa que tenemos acá. Creo que se están dando cuenta de que el poder se va a los obispos y no se queda con los abades.

—Entonces… ¿me estáis diciendo que si os quitan Robledillo, el monasterio tendrá menos diezmos, pie de fuerza y producción de parte de las comunidades?

—Precisamente. La casa madre se morirá de hambre lentamente.

La aflicción de Eugenio parecía oscurecer la celda más de lo que estaba. Sin embargo, me moría de la curiosidad por saber más.

—Pero, ¿de dónde proviene la autorización para anexar Robledillo con Ciudad Rodrigo?

—Seguramente del arzobispo, porque es parte de ello o quizás de más arriba. No sé.

— ¿Dijisteis que todo esto había causado discordias entre vosotros? Hubiera pensado que os uniría más.

—Muchos han tomado personalmente la amenaza en contra del monasterio. Otros creen que la obediencia al obispo es de suma importancia, aunque nos cueste la destrucción. Casi estamos riñendo a puñadas; pero también hay que considerar la cédula…

De repente cortó la palabra de una manera que me dejó sorprendido, dejando un sabor de amargura en el aire. Su cara cuarteada adquirió un nuevo semblante, como aquel del que tiene una gran responsabilidad.

— ¿Cédula? ¿Qué cédula?

—Es un asunto complicado. Os he dicho lo suficiente como para que comprendáis nuestra situación.

—Pero…

Una tajante negación con la cabeza indicó el fin de nuestra conversación. Por algún motivo, su referencia a la mencionada cédula era primordial, pero ¿la cédula de quién? ¿Dónde estaba? ¿Quién la tenía?

"pero también hay que considerar la cédula"…

Había pronunciado las palabras como si la cédula fuese la solución de todo; sin embargo era algo que él no podía o no quería divulgar.

Mientras buscaba mi equipo de afeitar en la mochila, analizaba la situación en la que se encontraban. Para los jesuitas, el voto de obediencia hubiera marcado la preferencia ante cualquier interés personal. Me preguntaba si el deseo del obispo de anexar la parroquia había sido el resultado de una orden directa o si había sido por decisión conjunta y presión política de parte del arzobispado o bien de más arriba. De ser esto último, la "decisión conjunta" estaría de parte de Ciudad Rodrigo. En cualquier caso, el monasterio estaba resistiendo, quizás con "la cédula". O así lo parecía.

En todo caso, el hermano Eugenio había cumplido con su tarea. Me dirigí a él: —Por favor y con vuestro permiso, hermano Eugenio, quisiera bañarme.

Cerró los ojos, me hizo una leve venia, dejándome solo por primera vez en mucho tiempo.

Mi hábito negro de lana apestaba después de estar cuatro días sentado y encadenado dentro de ese bochornoso y polvoriento carruaje; una gruesa capa de polvo lo cubría, así como a mi cara, mi cabello y mi barba. Saqué el otro hábito. Estaba un poco menos deshilachado, remendado y extremadamente arrugado, pero por lo menos limpio. Tomándolo conmigo, lo llevé junto con mi equipo de afeitar y bajé las escaleras dando vuelta en la esquina, dirigiéndome hacia el tanque de agua.

El abastecimiento de agua del monasterio provenía de varias fuentes, que burbujeaban y vertían su líquido dentro de un lavabo de piedra del tamaño de una pequeña habitación, pero de poca profundidad. Suficiente agua rebasaba del lavabo para que siempre contuviera agua pura. Para mí, fue una bendición: tomé hasta quedar saciado y después me metí para remojar mis heridas y mis tobillos para mi máximo deleite.

Luego esa misma noche me presenté en el refectorio, afeitado y arreglado lo mejor que pude, pero débil, temblando, y desfalleciendo del hambre. Mi lugar asignado quedaba a un lado del "fondo" del arreglo circular de las mesas y los bancos, en línea de vista directa hacia el abad, los curas y los hermanos superiores, pero no directamente opuesto del atril. Sobre éste, un monje leería de las Sagradas Escrituras mientras proseguía la cena en silencio. Tomé mi puesto a medida que los monjes más jóvenes y los postulantes se sentaban a mi diestra y siniestra. Por ser prisionero, estaba considerado como "alguno de los más pequeños de estos…hermanos", pero me conformaba con poder comer con la cofradía, sin importarme el rango que me hubiesen asignado.

Después de bendecir la mesa y rezar las oraciones iniciales que repetí con ellos, comenzó la lectura al mismo tiempo que servían la comida. Canastas con pan recién horneado fueron puestas en la mesa. A duras penas resistí la tentación de tomar uno y devorármelo ahí mismo pero esperé, observando a los otros. A medida que cada persona recibía su tazón de sopa, tomaba uno de los panes, lo despedazaba y colocaba los pedazos en ella. Se servía según la jerarquía; mi sopa era la última. Lo consideré un proceso lógico, sin embargo el aroma tan apetecible de la sopa en los tazones cercanos me hacía desfallecer del hambre.

A medida que continuaba la lectura, me invadió el pensamiento parte de una de las epístolas de San Pablo que dominaba sobre la voz del lector: "Nosotros locos por amor de Cristo y vosotros prudentes en Cristo. Nosotros flacos y vosotros fuertes: vosotros nobles y nosotros viles. Hasta esta hora estamos hambreados y tenemos sed: y estamos desnudos y heridos de pescozones y andamos vagabundos." y me preguntaba con Job — ¿Hasta cuándo angustiareis mi ánima y me moleréis con palabras? ¿Cuándo, Señor, comeremos?

Mi estómago, de acuerdo con mis pensamientos, crujía del hambre como protesta. Suponía que para estas horas, tanto el alguacil como el cochero se habrían atiborrado de comida e ido a dormir para reponerse de tamaña comilona.

Por fin colocaron ante mí un tazón de sopa humeante. Mis manos temblaban tanto que a duras penas podía llevarme la cuchara a la boca sin regar el líquido. ¡Qué bueno sería si tuviese permiso de levantar el tazón y llevármelo a la boca, para engullir su contenido! Pero después pensé en el tremendo quemón que me daría y que en el proceso se me regaría sobre mi único hábito limpio.

En ese mismo minuto se estaba leyendo un párrafo de las Sagradas Escrituras que era apropiado para la ocasión: "No esteis solicitos de vuestra vida, qué comeréis; ni del cuerpo, qué vestiréis... Considerad los pájaros que ni siembran, ni siegan: que ni tienen cillero... y Dios los alimenta. ¿Cuánto de más estima sois vosotros que las aves?" y pensé en las cigüeñas que habían construido sus nidos encima de la torre de la iglesia.

—Quizás sea así —pensé yo, pero esas cigüeñas son más afortunadas de lo que soy yo, porque están bien alimentadas y cómodas en sus nidos. La sopa está deliciosa, pero ¿dónde está la comida?

Al fin llegó un plato de habichuelas, cebollas hervidas y zanahorias, más el cerdo y el pollo que habían sido hervidos con la sopa. En mi condición famélica, todo esto parecía ambrosía. Como néctar, a todos nos sirvieron media copa de vino tinto y cuanta agua quisiéramos beber, proveniente de aguamaniles de cerámica. Debíamos de mezclar el vino y el agua, tal como en el rito de la Eucaristía y también según los antiguos romanos, para asegurar que las reservas de vino duraran todo el año.

Me fijé en los modales de mesa de los otros hermanos. Algunos comían con su capuchón sobre la cabeza para estar en intimidad absoluta durante la comida. Mientras yo los observaba, algunos me estaban observando, otros desde las profundidades de sus capuchones. No sentía ninguna hostilidad a mi alrededor sino curiosidad, pero pese a ello, tanto escrutinio y observación me hacía sentir incómodo.

Al terminar la cena y después de la bendición final, el abad se puso de pie y se dirigió a sus monjes.

—Hermanos, seguramente os habrá despertado vuestra curiosidad el forastero que se ha sumado a nuestro grupo. Se llama don Ygnacio Pferkon, ex-jesuita, que por razones que ignoro y por otras tantas del estado, es un prisionero de la Corona. Nuestro amigo y vuestro abad predecesor, dom Gerónimo Gómez Flores, nos ha escrito, diciendo que la Corona cree que don Ygnacio tiene conocimientos muy valiosos que aún no ha divulgado. Él estará recluido acá por un tiempo indefinido y por lo tanto os pido consideración hacia él en vuestro contacto cotidiano y que oréis para que pronto se inspire en transmitir a Su Majestad el conocimiento que tanto anhela.

Os podéis retirar en la paz del Señor.

El refectorio se llenó del murmullo que hacían los hermanos al ponerse de pie y salir. Eugenio se me acercó y se ofreció a prender mi vela. Yo le seguí nuevamente hacia la misma escalera con aquellos escalones de piedra que nos conducía a mi celda, mientras me hablaba sin cesar.

—El resto de nosotros estaremos cantando las completas y después apagaremos las velas. Los maitines serán a las cuatro y nos oiréis, porque la pared de vuestra celda es la misma que la del transepto de la iglesia. No hay necesidad de que os levantéis a esas horas, porque debéis de estar rendido después de vuestros viajes.

Continuó dándome consejos útiles mientras yo lo observaba, conteniendo mi sonrisa hacia un monje tan charlatán. De mi celda sacó mi vela, la arrimó a la lámpara más cercana y la prendió.

—Así es mucho más fácil que intentar prenderla con pedernal y eslabón. Aquí tenéis un poco de acero, un puñado de yesca y unas cuantas astillas de madera. Si necesitáis lumbre durante la noche, podréis hacer una con esto. Yo prefiero andar a tientas en la oscuridad, pero en mi caso, conozco el plano del edificio. Bueno, basta ya de tanta charla, que tengo que irme a cantar las completas. Que el Señor os bendiga y que os dé una buena noche de descanso.

Le agradecí y permanecí de pié hasta que lo oí descender las gradas. Después, me arrodillé y me dediqué a la oración que elevaba dentro de mí, pronunciándola e improvisándola con la mejor elocuencia posible, para sentir que yo también así estaba honrando a Dios.

—O Señor mío, mi Dios, ¿ahora qué debo hacer? ¿Cómo podré emplear mis talentos para glorificarte bajo estas condiciones? Me entregué por completo a nuestra misión en la Nueva España y estaba dispuesto a morir por Ti allá. En mis peores problemas, en la soledad, echando de menos mi patria y a mi familia, asustado y en peligro mortal, pese a todo ello sabía que estaba desempeñando una buena labor por Ti. Pero ahora, tantos años oscuros han intervenido. Aquí en España, a dos breves semanas de camino de Renania, mi nostalgia es peor que nunca. Anhelo ver a mi hermana Isabella y lloraría por las separaciones, el dolor, las pérdidas y las muertes, pero ya no vienen las lágrimas. He llorado demasiado.

Mi mente deambulaba, recordando. Por algún tiempo, tuve la consolación de estar preso en el Puerto de Santa María, con Jacobo Sedelmeyer, quien llegó a ser un amigo muy querido. Podíamos hablar en alemán, mientras comparábamos recuerdos del paisaje agreste del desierto de Sonora y sus gigantescos saguaros, las montañas y sus majestuosos pinos. Le podía añadir al mío su conocimiento de las tribus locales y de las plantas medicinales de Nueva España. Me ayudaba a completar mis apuntes.

Volví a concentrarme en mi oración. —Pero ahora, Señor, estoy aislado, como un dedo cercenado de su mano y ésta del cerebro que la dirigía, porque nuestra Compañía ha sido suprimida y nuestro Padre General apresado. No puedo comprender tamaña tragedia, no sólo por nuestra Compañía y sus conversos, sus escuelas y sus alumnos, sino por nuestra iglesia como entidad. ¿Cuántos fieles y servidores productivos han sido desperdiciados? Dame el coraje para resistir y tener paciencia, O Cristo Señor, hasta que reciba tu señal. Sé que me llegará, pues lo siento dentro de mí. Debe de haber algún modo para glorificarte aquí. Solo líbrame de la desesperación, te ruego, hasta que descubra lo que desea de mí.

Después de un momento, añadí unas palabras finales. —Señor, ayúdame a recuperar mi salud. Estoy consumido por el paludismo, esa ‘enfermedad recurrente’, según mis indígenas la llamaban en la misión de Atí hace tan largo tiempo… ahora son catorce años, Señor mío. ¿Habrá manera de detener esta enfermedad?

Me temí que cualquier asistencia para lograrlo sería un verdadero milagro, ya que en los últimos ocho años, había sido incapaz de conseguir ‘quinina’, aquella medicina del Nuevo Mundo, a la que irónicamente se le llamaba ‘el polvo de los jesuitas’. Nuevamente estaba sintiendo los sufrimientos como al principio, de fiebre, náuseas y lo demás. — ¡Apiádate de mí, Oh Señor y dame alivio! Terminé mi oración con una fórmula de agradecimiento y con un Padrenuestro porque después de todo seguía vivo.

Al apagar la vela y estirarme sobre mi catre, me cubrí con la manta por el frío de la habitación, algo que no afectaría a nadie con más carne en los huesos. Jamás había estado tan flaco. Estiré el brazo y toqué la piedra fría. Las paredes parecían exhalar el frío del invierno, pese a que estábamos a mediados de julio. Tiritaba. El dolor de los tobillos se había reducido a un latido sordo y distante y mis muñecas sólo me dolían cuando las tocaba. En la oscuridad me llegaron nuevos sonidos, rodeándome. Mi quietud magnificaba el susurro de las gotas de lluvia cayendo sobre las tejas del techo del claustro y sobre las hojas de los árboles del jardín o acompañado por el agudo cantar de los grillos. Efectivamente, Eugenio tenía razón: también podía oír el coro de los monjes entonando cantos gregorianos al otro lado del muro que nos dividía. Cerré mis ojos de cansancio y en poco tiempo me dormí.

Después de la misa de la aurora, el abad me mandó llamar a su habitación. Sentado detrás de su mesa de trabajo, me escudriñaba, la mirada penetrante bajo esas cejas gruesas, alternando su expresión entre preocupación y leve sospecha. Esta última fue acusada por el entrecerrar de un ojo más que otro. Estaba de pie frente a él, hasta que me dirigió la palabra.

—Don Ygnacio, os veis mucho mejor que anoche. Supongo que pudisteis dormir, ¿no?

—Sí, gracias, dom Gregorio. Desperté una que otra vez; sin embargo descansé muy bien y por primera vez en varios días, así como esta mañana, he recibido suficiente sustento. Os agradezco vuestra generosidad.

Asintiendo con la cabeza, reconoció mi agradecimiento y me señaló una silla de roble tapizada en cuero junto a un aparador.

—Tomad asiento, por favor.

Sobre el aparador se encontraban un par de cirios en sus candeleros de bronce, una cantidad de libros encuadernados en cuero de becerro y pergamino, un hermoso cáliz de plata, una custodia pequeña y una estatuilla de la Santísima Virgen. Echando un vistazo a sus libros, podía ver una Biblia, varios tomos incluso la Summa Theologica de Santo Tomás de Aquino y un Tractatus de Duns Escoto.

Me senté frente a él, pero los rayos del sol que se filtraban por el parteluz de la gran ventana, me deslumbraban de tal manera que lo hacían quedar en penumbra. Con su permiso, me puse nuevamente de pie y, haciendo más esfuerzo de lo que debería, levanté la pesada silla de roble para moverla hasta quedar fuera de la línea directa de la luz.

Por primera vez noté un violín con su arco recostado sobre una repisa cerca de la ventana. Debía de haberse ocultado en la sombra la noche anterior. Esperaba a que él me dirigiera la palabra primero ya que era mi superior, mientras que yo contemplaba con gran anhelo aquel violín. Hacía años que no tocaba ni veía un violín y de repente me di cuenta de que mi mano izquierda había comenzado a dedear.

Aunque no me observaba, su cabeza inclinada indicaba que estaba pensando en algo. Por fin me dirigió la palabra, —Os debo disculpas por mi falta de cortesía anoche. He estado bajo presión extrema y la suerte del monasterio está en vilo. —Su voz decaía a medida que terminaba la frase.

—No os preocupéis, Dómine. Al fin y al cabo, me han impuesto sobre vosotros y más bien yo debería disculparme.

Esperaba que mis palabras hallaran un corazón receptivo.

Asintió con la cabeza y respondió —No os preguntaré porqué os tienen prisionero, don Ygnacio, pero os puedo decir con certeza que lamento profundamente vuestra difícil situación. Vuestra Compañía hizo muchas, pero muchas buenas obras durante su breve existencia. Las generaciones futuras os agradecerán aquellas reformas hechas por vosotros, los jesuitas. Por otra parte, debió haber habido algún motivo para vuestra supresión… y, según tengo entendido, llegasteis a ser arrogantes y hasta descuidados. Por lo menos es lo que me han dicho. Sin embargo, no confío totalmente en lo que he oído. Existen por ahí detractores envidiosos que dicen cosas peores. Supe también del sufrimiento de vuestros hermanos durante la expulsión. Mirándome a la cara, hizo una breve pausa.

—Veo cicatrices de abuso en vuestra persona y sinceramente espero que ninguna de ellas haya sido causada por los nuestros de la Iglesia, digo del Santo Oficio, la Inquisición…

—No, dom Gregorio, son regalos de las autoridades seculares. Las peores golpizas fueron a manos de un oficial del ejército quien trató de obligarme a que le dijera en dónde tenía escondido el oro de Sonora.

— ¿Es esa la razón por la que os encontráis aquí todavía, prisionero de la Corona?

—Sí, Dómine, creo que es la verdadera razón detrás de los pretextos oficiales. Nadie nos cree que nosotros, los de la Compañía de Jesús prestando servicio en un lugar donde se ha descubierto oro, no nos hayamos guardado una porción o que ignoráramos la ubicación de las vetas más ricas.

Los ojos de dom Gregorio se clavaron en los míos y de repente se enfrió el aire de la habitación. —Entonces ¿qué es lo que sabéis de ese oro?

—Casi nada, Dómine. Los padres visitadores que inspeccionaron las misiones y nos mantuvieron en contacto con los reglamentos y las prácticas de los otros nos prohibieron el contacto con el oro; ni siquiera dejaron que lo tocásemos. Por ejemplo, hasta nos prohibieron los botones de oro en nuestros hábitos, pese a que algunos estuvieron tentados a hacerlo…

Levantando una ceja, dom Gregorio me miró fijamente y con una voz cargada de ironía dijo —Pero claro, vos estabais exento de tales tentaciones, ¿no?

Negando con mi cabeza, con una leve sonrisa respondí: —Lo que pasa es que nunca estuve en la condición de ser tentado.

—Mmm… —Acarició su mentón con el pulgar y sus dos dedos. —Ahora veo por qué los interrogadores de Su Majestad no pudieron lograr nada con vos… y me pregunto si vosotros, los jesuitas, os escaparéis con riquezas, pese a las dificultades a que os han sometido y vos, don Ygnacio, bien podríais ser un ejemplo típico del resto de vuestra Compañía.

Conteniendo mi respiración por un momento, exhalé fuertemente. Desviaba la mirada, enfocándome en las frías baldosas del piso. Su reacción era típica. Por un lado, comprendía la suerte de la Compañía y simpatizaba con su pérdida. Me tenía lástima y me consideraba como un ejemplo del sufrimiento colectivo. Por otro, no creía que ninguno de nosotros fuese inocente, porque los miembros de un grupo castigado tan fuertemente tenían que ser culpables. Por un momento, sentí un embate de preocupación y me preguntaba ¿cuál sería su reacción al conocer mi culpabilidad de un ‘delito’ muy distinto?

En cuanto al oro, ni uno sólo de nuestros interrogadores, ni siquiera este abad, podían creer que no tuviéramos ningún secreto al respecto. La codicia los enceguecía a todos.

Esperaba ser despedido de inmediato pero quedé sorprendido. Las siguientes palabras del abad me levantaron los ánimos y dirigí mi mirada hacia él nuevamente.

—Sea lo que sea, nada de eso me incumbe. Por supuesto, estáis confinado a este monasterio, don Ygnacio. Bien podría haber oportunidades de escape; sin embargo, dada vuestra débil condición física, no creo que podríais llegar muy lejos, pese a vuestro esfuerzo. Nuestros perros os encontrarían. Contaremos con vuestra colaboración en nuestras faenas diarias para ganaros el sustento diario. Seréis vigilado atentamente. Acompañadnos a las misas y después veré cómo emplear mejor vuestros talentos.

—Muy bien, dom Gregorio, haré todo lo posible.

* * *

Sin tener ningún oficio que obligara a ocuparme y sin poder ir a ninguna parte excepto a la iglesia o a mi celda, opté por darme una caminata por el jardín del claustro y sentarme sobre una banca bajo un manzano, para disfrutar del sol matutino. Dom Gerónimo Gómez Flores, el inspector real de Madrid, tenía razón: el aire fresco de la provincia, el aroma del césped recién guadañado y la gran diversidad de plantas y árboles ya estaban surtiendo su efecto sobre mí, subiéndome la moral. Me recosté contra el tronco del árbol, cerré mis ojos y dejé que el sol bañara mi cara.

Mi arrobamiento fue interrumpido por voces enfadadas, lanzadas en un lado del claustro, provenientes de un área oculta por arbustos.

— ¡Sois un canalla, Tomás, junto con vuestro gran amigo y los otros amigos del grupo! ¡Traidores! ¡Nos estáis destruyendo con vuestra traición a La Caridad!

La voz era ordinaria e intimidante y me sorprendió que un monje se dirigiera de tal manera a un hermano. La voz más tímida y suave del conserje respondió con creciente confianza a medida que una palabra seguía a la otra.

— ¿Es que no podéis entenderlo, Metodio? ¿Acaso no puede haber otra opinión fuera de la vuestra y de aquellos de vuestro grupo? Por lo menos nosotros tenemos los pies en tierra y ya vemos los malos presagios. El lugar ha ido decayéndose por años.

—Decayéndose porque hermanos de vuestra calaña la han estado destruyendo insidiosamente. La Caridad es nuestra madre. Os estáis dejando convencer por el obispo y sus deseos de arrebatar la tierra y su producción y por lo tanto estáis matando a la madre que os ha vestido y alimentado todos estos años… y eso sin hablar del sustento espiritual que os provee. ¡Matricida!

Aquella voz ordinaria se llenó de emoción sensiblera pero franca y tras un breve suspiro dijo con un gruñido — ¡Seguid con vuestros planes y veréis cómo os mataré, tanto a vos como a vuestro especial amigo!

—Os comportáis de manera irracional, Metodio, quizás hasta de locura… ¡Deja eso! ¡QUE DEJES ESO! ¡NO ME TOQUES!

La voz más suave comenzó a subir de tono y volumen, acompañada de un forcejeo. Estaba casi listo para interponerme cuando de repente resonó una voz que reconocí: la de Eugenio.

— ¡Hermanos! ¡hermanos! Por el amor de Dios ¿habéis olvidado qué y quienes somos? ¡Ésta es una casa de oración, una casa de meditación; es la casa de Cristo, la casa de Nuestra Señora!

La voz ordinaria se oyó diciendo, —Hermano Eugenio, este hombre…

—Recordad las palabras de Cristo, Metodio. Por más que consideréis a Tomás como vuestro enemigo, habréis de amarlo.

El intercambio de palabras continuó en tonos más bajos y civilizados con dires y diretes, Metodio bajando la voz a nivel normal. Los tres comenzaron a alejarse. Yo esperé quieto y callado para no darles a conocer a los monjes que había oído su riña y cuando ya no oía sus pasos, subí las escaleras y me refugié en mi celda, donde las palabras de Metodio se repetían una y otra vez:

"Veréis cómo os mataré, tanto a vos como a vuestro especial amigo"…

Había sido testigo de un ejemplo notable de la división que existía dentro de La Caridad y aquellas palabras del hermano Eugenio, pronunciadas anteriormente, me volvieron a la mente, ahora como advertencia tanto como misterio: Estamos el uno contra el otro; pero también hay que considerar la cédula….

 

 

El jesuita y La Caridad Copyright © 2011. F. B. Weinberg. All rights reserved by the author. Please do not copy without permission.

 

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Biografía de la autora

Nacida en el altiplano de la región desértica en el estado de Nuevo México (Estados Unidos), Florence tuvo ocasión de disfrutar la exploración del paraje silvestre tanto a pie como a caballo. Aquellos majestuosos panoramas forjaron su sensibilidad, con los inesperados brotes de vegetación cerca de las fuentes escondidos entre los pliegues de los áridos montes que le comunicaban tranquilidad y belleza en lo que era un ambiente riguroso.

Publicó su primer poema en una revista infantil poco después de haber aprendido a leer a la edad de cuatro años y escribió su primera "novela" a los seis, bajo el título "Ywain, Rey de los Gatos", con ilustraciones hechas por ella misma.

Antes de radicarse en San Antonio, Texas, viajó considerablemente como hija de familia militar a varios lugares durante el curso de la Segunda Guerra Mundial. Junto con su esposo, el destacado erudito y maestro Kurt Weinberg, trabajó y viajó a Canadá, Alemania, Francia y España. Después de haber recibido su doctorado, enseñó por veintidós años en St. John Fisher College en Rochester, Nueva York, y por diez años en la Universidad Trinity en San Antonio, Texas. Escribió cuatro libros académicos, innumerables artículos y reseñas literarias, como también llevó a cabo investigación en los Estados Unidos y el extranjero.

Tras su jubilación en 1999 y haber obtenido su libertad del mundo académico para consagrarse totalmente a la escritura de ficción, escribió diez novelas de varios géneros, comenzando con fantasía y terminando en romance histórico y misterio. Siete de ellas han sido publicadas: una de romance histórico sobre el Renacimiento francés, publicada en Francia y traducida al francés, otra en inglés sobre la fundación de San Antonio de Tejas, una, también en inglés, sobre la segunda entrada en la valle del Río Grande cuarenta años después de Coronado, y (incluyendo la presente novela) cuatro novelas históricas de misterio, en las que el protagonista principal es el misionero jesuita del siglo XVIII, el padre Ignaz (Ygnacio) Pfefferkorn, dos que tienen como escenario el desierto de Sonora, la tercera que tiene lugar en un monasterio antiguo de España, y la cuarta que se trata de la vuelta del padre Ygnacio a su patria, Renania.

TTB titles: Apache Lance, Franciscan Cross
Seven Cities of Mud
Sonora Moonlight
Sonora Wind
The Storks of La Caridad

El jesuita y el brujo
El jesuita y la tormenta
El jesuita y La Caridad

 

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  Author News

Apache Lance, Franciscan Cross by Dr. Florence Byham Weinberg has been selected as a 2006 WILLA Literary Award finalist in the category of historical fiction. The WILLA Literary Awards are chosen by a distinguished panel of twenty-one professional librarians.

Apache Lance, Franciscan Cross by Dr. Florence Byham Weinberg has also been selected as the featured book for the Las Misiones Capital Campaign. A portion of the proceeds from the sales of Apache Lance, Franciscan Cross will be donated to the restoration and preservation of San Antonio's five historical Franciscan missions (established between 1718 and 1731). For more information, or to make a donation, please visit http://www.lasmisiones.com/.

 

 

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