Twilight Times Books logo

 

 

El jesuita y la tormenta
cover design © 2011 Ardy M. Scott.

 

 

Selección

 

Format: ePub, PDF, Mobi/Kindle compatible
    Payment Method
PayPal -or- Credit Card -or- eReader -or- Fictionwise -or- Sony eBookstore
List Price: $5.95 USD

Reviews

Author news

 

 

El jesuita y la tormenta
novela histórica

 

F. B. Weinberg

 

 

 

Capítulo 1

Una convocación

— ¡Padre… padre Ygnacio! ¡Venga rápido que hay un hombre loco en la iglesia escarbando entre las vestiduras!

Carlitos, uno de mis estudiantes más talentosos y el que mejor hablaba el español entre mis conversos de las tribus Eudebe y Opata, embrollaba sus palabras con su idioma natal. La situación se pintaba seria. Recogí las faldas de mi hábito negro jesuita y salí corriendo monte arriba hacia la iglesia de la misión, saltando sobre surcos de frijoles medio cosechados, esquivando desordenadas enredaderas de calabaza, dejando atrás aquel campo en el que les ayudaba a mis conversos con la cosecha. Entré como un bólido por las puertas de la iglesia y frené en seco, jadeante. Aguantaba la respiración entre bocanadas de aire intentando escuchar algo. Efectivamente, de la sacristía emanaban una voz y sonidos de alguien esculcando. Me dirigí apresurado hacia el fondo de la iglesia y abrí la puerta. Parado ahí a no más de dos pasos de la puerta, entre casullas y estolas caídas, se encontraba un joven, los ojos desorbitados, la cabeza descubierta y el cabello parado en punta. Mediano de estatura, casi flacuchento con la cara enjuta, llevaba un hábito jesuita deshilachado, gris de la mugre y el polvo. Sostenía mi mejor alba contra su cuerpo, como para medírsela para ver si le quedaba bien. Era uno de los que había visto en nuestra última reunión anual ¿no?

— ¿Pero qué estáis haciendo? No os reconozco y tampoco me gusta que estéis escarbando entre mis vestiduras.

Se incorporó y dio la media vuelta con majestuosa deliberación como si hubiera interrumpido una audiencia con el papa. Resopló, examinándome de pies a cabeza.

—No parecéis sibarita: alto, delgado y curtido por el trabajo manual, de nariz aguileña, rubio. Apuesto que sois alemán o suizo. Pero sois sibarita, padre. ¡Mirad todas estas cosas mundanas tan finas! Y no intentéis convencerme a de que todo este encaje y estas estolas y casullas de raso con ribetes dorados son para la gloria de Dios. ¡No es sino ostentación mundana! ¡Vos tenéis que emplear vuestros recursos para el bien de vuestro rebaño y no para glorificaros personalmente!

Espetaba su reproche con máximo desdén y en un alto alemán excelente, como si a simple vista pudiera determinar que yo lo entendería. De por sí se me hizo extraño. Nosotros como sacerdotes jesuitas habíamos aprendido que tan pronto llegáramos a España se consideraba casi una herejía el hablar nuestra lengua natal. Cada vez que algún hermano español nos pillaba hablándola, nos regañaba diciendo: "¡Hablad cristiano!" refiriéndose claro está al castellano. No obstante, le respondí a este loco en alemán.

—Me llamo Ignaz. Ignaz Pfefferkorn, pero en la Compañía me llaman Ygnacio… ¿y vos?

—Wolfgang Wegner, pero en la Compañía me llaman otra cosa que se me ha olvidado. Rechazado. A mí me bautizaron Wolfgang y Wolfgang me quedaré.

— ¿Y su misión pater Wegner?—pregunté usando su título alemán.

—Me enviaron para asistir a Bartolomé Sáenz en la misión de Cuquiárachi entre los alto pima. Él y yo no estamos de acuerdo. Me dice que es vasco de Salvatierra de la provincia de Araba y que estudió en Pamplona, allá en Navarra, —dijo asintiendo como intentando aclarar su ininteligible declaración. —Yo simplemente me marché y he estado vagando desde entonces. Supongo que algún día volveré siempre y cuando me vuelva a recibir. A lo mejor ya me haya denunciado al provincial. Me miró a los ojos. — ¿Y vos, de dónde sois? ¿Cuánto hace que estáis aquí?

El pobre Wolfgang se debió de haber insolado y había perdido la cabeza. Necesitaba sacarlo de mi sacristía.

— ¿Por qué más bien no nos sentamos a tomarnos un té? Así podré contestar a todas vuestras preguntas y podremos comentar sobre posesiones mundanas, misiones y cosas por el estilo. ¿Os tienta?

Dejó caer el alba y se me acercó. —La oferta de algo líquido para beber me tienta sobremanera, pero… ¿té? ¿Qué artículo de necesidad para vuestro rebaño habéis sacrificado a cambio de tamaño lujo?

—Nada se ha sacrificado. Más bien ha sido cosechado. He intentado secar y hacer una infusión de las hojas del mezquite. No son un mal sustituto del té. Sabiendo eso las coseché cuando aún estaban tiernas y ahora cuento con una buena reserva de ellas. No, mis feligreses no sufrieron a causa de mi "té ".

Inclinó la cabeza mientras fijaba intensamente su mirada en la mía.

— ¿Cómo supisteis que no eran venenosas?

—Mis indígenas me enseñaron. Si las semillas del mezquite no son amargas, son comestibles en cualquier época y por eso deduje que las hojas también lo serían.

Me siguió fuera de la iglesia. Señalé a Carlitos para asegurarlo, cuyo ojo y mata de cabello lacio se asomaban por la esquina. Luego dirigí a Wolfgang hacia mi residencia y a la cocina.

La casa se sentía fresca con sus paredes de bloques de adobe secados al sol y empañetados. Coloqué un poco de corteza rallada y ramas sobre las brasas que siempre conservaba y las soplé avivándolas en llamas y colgué la tiznada tetera del gancho.

—El agua estará caliente en unos minutos. Mientras tanto, sentémonos a charlar.

—Me sentaré cuando hayáis contestado mis preguntas. En caso de que se os haya olvidado, quería saber que de donde sois y cuanto hace que estáis acá.

— ¡Muy sencillo! Soy de Mannheim-am-Neckar y llegué a Veracruz en 1755, pero no comencé mi trabajo en las misiones sino hasta el año siguiente. He estado acá diez años.

— ¡Con razón! A mí se me hizo que teníais ese acento nasal de Renania.

Con eso se acomodó en una de mis sillas hecha con ramas de árboles jóvenes sin su corteza y tiras de cuero crudo y apoyó los codos sobre la rudimentaria mesa de tablas. Yo puse dos tazas de arcilla y la tetera, escarbé buscando una cuchara entre un canasto tapado sobre la encimera en caballetes y abrí un recipiente de metal que contenía mis hojas de té de mezquite. Medí cuatro cucharaditas echándolas a la tetera y la llené con agua hirviendo. Mi excéntrico huésped me lanzó una mirada penetrante.

—Por supuesto, Lutero tuvo razón.

— ¿Qué queréis decir con eso? —pregunté mientras servía el té.

Pasó sus dedos entre su despelucada cabellera enmarañándola más aún.

— ¡Fe y no obras! Vos pensáis que llegaremos al cielo por cuenta propia, al observar los ritos, trabajar diligentemente, haciendo obras de caridad y tales cosas. ¡Fariseos! Lutero sabía que sin la más mínima fe, pero sobre todo sin la gracia de Dios, no llegaréis a ningún lugar, no importa cuánto trabajéis. ¡Vos y vuestra ralea con vuestras sedas y la liturgia obligatoria, con vuestros tés y adornos finos, terminaréis en el Infierno sin la gracia de Dios! ¡Sola fide dijo Lutero, solo por la fe y únicamente por la fe!

Lo miraba con lástima. Ante mí sentado se encontraba un hombre en un estado de crisis profunda, una crisis que lo había enloquecido.

Le hablé con voz suave: —Hijo mío, estáis pasando por una prueba muy rigurosa de vuestra propia fe, ¿cierto?

Pasaron lo que me parecieron minutos antes de que levantara su mirada llena de rabia.

— ¿Quién os pidió entrometeros en los conflictos de mi alma? ¡Hipócrita! ¡Sepulcro blanqueado!

Se puso de pie de un salto derramando el té y llegó a la puerta en dos pasos.

— Intentaré llegar hasta Opodepe para pernoctar allá. ¡Gracias por vuestra hospitalidad!

Cargó su última palabra de sarcasmo.

— ¡Un momento! Ya que os vais con tanta prisa, por lo menos llevad una jícara con agua, unas cuantas tortillas y frijoles. Con eso podéis pasar el día hasta la noche por si acaso no alcanzáis a llegar a Opodepe que dista mucho. Esperad, que no me demoro.

Enrollé las diez tortillas sobrantes, empaqué los frijoles y dos manotadas de nueces de piñón y algunas bayas secas. En la repisa tenía una jícara adicional con su tapón. La llevé al pozo de donde saqué agua fresca con la cora, aquella canastilla tan densamente entretejida que la empleábamos como cubo. Se la ofrecí al padre Wegner. Él tomó grandes tragos como un moribundo en el desierto, el agua chorreándole de los lados de la boca sobre su pecho. Cuando me la devolvió llené la jícara, parte del agua cayendo a los 75 pies de profundidad que tenía el pozo. Yo también tomé un sorbo del fresco líquido antes de volver a bajar la canastilla a la penumbra. Tras haber colocado la tapa de madera sobre el muro de piedra alrededor del pozo, volteé hacia mi huésped.

—No esperéis ver al padre Francisco Loaiza en la misión de Opodepe. Murió hace un año precisamente el día de año nuevo. Hasta que el padre Zevallos, nuestro provincial, no nos mande a alguien para reemplazarlo, yo seré el misionero de turno allá. Es un tanto difícil para mis conversos como para mí, pero por ahora no hay más remedio.

— ¡Eso ya lo sabía!

Dio la media vuelta sin agradecimiento o despedida mientras palmoteaba su paquete de alimento y agua. —Recordad: ¡por la fe y no por las obras!

Se adentró hacia los matorrales de mezquite dando pasos largos y con el paquete bajo el brazo. Yo regresé a la cocina y trapeé el té derramado. Wolfgang y su locura me conmovió. Empecé a preocuparme por su suerte inmediata. ¿Por qué lo había dejado ir así no más? ¡Ni siquiera tenía un sombrero! Aquel candente sol de agosto bien podría causarle insolación, o una serpiente podría morderlo, o talvez podría ser el blanco de una flecha seri envenenada o de una lanza apache, o bien los lobos podrían emboscarlo a plenilunio en algún claro solitario entre los matorrales de mezquite.

Lavé su taza y la volví al aparador mientras vertía los contenidos de la tetera en la mía. Saqué las hojas de mezquite de la tetera y las esparcí alrededor del granado que intentaba cultivar junto a mi puerta. Luego llevé conmigo la taza llena de té tibio y regresaba a la iglesia. Primero que todo, me arrodillé ante el altar pidiendo a Dios y a la Santísima Virgen que velaran por el pobre demente de Wolfgang. Me pregunté cual había sido el nombre que nuestra Compañía le había impuesto. Según recordaba vagamente, Wolfgang era el nombre de un obispo alemán del siglo décimo, durante una época en la que la iglesia canonizaba fácilmente a cualquiera, pero en su estado presente el nombre de "Wolfgang" o "paso de lobo" le quedaba mejor que el de algún santo mejor conocido.

En la sacristía mis vestiduras se encontraban arrugadas y dispersas por doquier. Las recogí, las despolvé y las guardé en sus respectivos baúles o colgadas de sus ganchos, ocupado por un rato en inventar un sistema nuevo para guardarlas.

Ya entrada la noche me refugié con mi violín, mi inseparable compañero y consuelo sin igual, para ver si me quitaba aquel sentimiento de culpabilidad que sentía por Wolfgang. Afortunadamente nos habían permitido traer instrumentos musicales desde que los primeros misioneros jesuitas se percataron de la gran afición y talento que los nativos tenían por la música. A eso de 1716 mi abuelo compró el violín directamente de su famoso fabricante Martin Hoffmann en Leipzig como regalo para mi padre. Lo atesoró y lo tocó hasta su muerte cuando yo tenía sólo once años. Tres años después, mi madre me lo ofreció en su lecho de muerte, junto con el crucifijo de plata que llevo puesto día y noche.

Afiné mi violín y comencé a entender murmullos y susurros a mi ventana. Los conversos se acercaban lo más posible para oírme tocar. Su cultura les enseña que la música es también oración a Dios. Esta noche toqué un triste aire compuesto por Marin Marais y luego concluí con una sencilla canción de cuna para el beneficio de mis neófitos. Para mí también la magia surtió su efecto, ya que tan pronto terminé de tocar y rezar mis oraciones, caí profundo del sueño.

* * *

Diez días habían transcurrido y agosto tocó a su fin cuando un mensajero seri converso me llamó para que fuera río abajo a Nacameri, una aldea bajo la jurisdicción de la misión de Opodepe. Me dijo que una mujer estaba muriendo de una fiebre, una afección que los nativos llamaban "enfermedad recurrente". Desde la muerte repentina del padre Loaiza, la misión de Opodepe y sus aldeas distantes habían llegado a ser satélites de Cucurpe y yo, con gran dificultad, estaba tratando en mantener viva la fe en ellas. Por consiguiente la mujer enferma era mi responsabilidad.

La voz se había corrido que yo tenía el remedio para la fiebre palúdica. Hasta cierto punto era cierto porque la enfermedad que yo había contraído, que recientemente oí llamar "el paludismo", me dio mientras servía en Atí, mi primera misión al otro lado de las montañas al occidente de Cucurpe. El provincial me trasladó al norte a la misión de Los Santos Ángeles de Guevavi justo a tiempo para escaparme de aquellas aguas malas de Atí. Llegué a Guevavi casi moribundo, pero un curandero llamado Yevjo me salvó la vida al administrar el polvo de la corteza molida de un cierto árbol de la tierra de los incas. Dado a que fue la Compañía de Jesús la que envió y distribuyó dicho polvo al Viejo Mundo como medicina contra la fiebre palúdica, éste llegó a llamarse "el polvo de los jesuitas". Gracias a la misericordia divina, a Yevjo y a la corteza que llevaba conmigo constantemente, yo gozaba de buena salud.

Repasé mi lista de tareas y me guardé una buena reserva del "polvo de los Jesuitas". La dirección de la misión quedaría en manos de mi gobernador Diego y mi alguacil Pacheco, conversos que servían como mis representantes bajo mi autoridad. Salí con la intención de buscarlos, pero me topé con Carlitos.

— ¡Ve corriendo y búscame a don Diego y a don Pacheco!

Soltó la soga que estaba tejiendo con fibra de yuca y salió disparado. Tanto a Diego como a Pacheco opté por darles títulos de cierta importancia, porque si yo les rendía respeto, también lo haría la tribu. Diego, de la tribu Eudebe, era el gobernador y quizás continuaría y terminaría la cosecha durante mi ausencia. Pacheco, también de la tribu Eudebe, se encargaría de la disciplina y la seguridad como el alguacil. Durante mi ausencia, no se celebraría misa.

—Si no regreso para el domingo entonces dirigid a los demás para que canten todo lo que saben en la iglesia. La congregación no debe de pasar un domingo sin alabar a Dios.

Diego asintió: —Pero usted volverá, padre.

— ¡Ya veremos!

Después de pasar la primera noche en la rectoría de la misión de Opodepe, seguí mi camino hacia el sur en dirección a Nacameri a lo largo del río San Miguel donde siempre había agua y sombra. Trina, mi intrépida yegua, me llevaba a cuestas como lo había hecho anteriormente en tantas otras misiones médicas. Había adquirido cierta fama entre los misioneros jesuitas por mis conocimientos sobre hierbas medicinales. En gran parte lo había aprendido de Yevjo en Guevavi y de Jacinta, mi enfermera indígena. También había observado a madres curando a sus hijos, la preparación y aplicación de apósitos y la atención que requerían las víctimas de mordeduras de serpiente o de araña. Por lo visto, cada planta tenía algún uso propio ya comestible ya medicinal, o bien sus fibras podían ser tejidas para hacer canastas y cestos y su madera empleada para construcción.

Yo tenía mucho entusiasmo por aprender más de los indígenas. Por su cuenta propia eran muy saludables con pocas deformidades y eran superiores a nosotros en cuanto a fuerza física y resistencia. Además eran muy longevos, eso siempre y cuando no contrajeran alguna enfermedad europea. Obviamente su conocimiento íntimo de las plantas oriundas de la región contaba mucho en su buena salud.

Aquella aldea de chozas hechas con barro y ramas dejaba mucho que desear, pero la choza de la mujer enferma era la peor de todas. Los rayos del sol vespertino que penetraban por la entrada la encontraron acostada sobre una sucia manta que apestaba a vómito y materia fecal con moscas revoloteando sobre ella en constante zumbido. El asco y la lástima me contuvieron la respiración. Me obligué a dar paso atrás en pos de ayuda. Al averiguar con los aldeanos, me dirigieron a su hermana y a otra cuidandera.

—Temen que tenga una de las plagas que ustedes los cara pálidas trajeron a su llegada. No quieren morir ellas también.

—El mensajero me dijo que era fiebre palúdica, pero la examinaré para comprobarlo. — les dije a sus supuestas cuidanderas. —Venid conmigo que yo la examinaré y si no está contagiosa la podremos sacar al aire fresco.

La examiné rápidamente mientras aguantaba la respiración, teniendo que salir dos veces para volver a llenar mis pulmones. No detecté ninguna señal de viruela o varicela y por lo tanto concluí que me habían informado correctamente: tenía la fiebre palúdica. Me dirigí hacia su hermana en mi tono de voz más calmado.

—Vuestra hermana tiene la enfermedad recurrente. No es contagiosa y por lo tanto la podremos tocar y sacarla de ahí. Por favor, ayudadme. Volteé hacia su compañera. — ¡Prende el fuego y pon una olla! Necesitamos muchos harapos y agua tibia para lavarla.

Entre los dos la sacamos y después de que yo le limpié la cara y la mitad de su cuerpo, dejé que las mujeres hicieran el resto. Mientras ellas la limpiaban, herví el agua del río que la tribu empleaba para beber en caso de contener alguna enfermedad. Su piel floja acusaba carencia de agua, por lo que tan pronto se enfrió el agua hervida le di de beber cucharada por cucharada hasta que no pudo tomar más. Estaba lo suficientemente conciente como para darme una sonrisa débil cuando le pasaba un trapo fresco y húmedo sobre su afiebrada frente. Yo le sonreí y asentí para tranquilizarla, sintiendo gran alivio al verla coherente. Cuando vi que su cuerpo había tolerado el agua, le di una dosis de la corteza en polvo y esperé hasta la noche para darle cucharadas de caldo de tasajo con un poco de sal, condimentado con cebolla.

Sobrevivió la noche y yo di mis gracias fervientes a Dios.

Seguí dándole varias dosis y ya para el tercer día y para mi gran alivio, la mejoría era notable. Se podía alimentar sola recostada sobre el codo. Me arrodillé.

Humildemente os agradezco, Dios mío, por haberla salvado, porque sé que hubiera muerto sin su constitución fuerte y sin vuestra intervención.

Al cuarto día empaqué mis cosas para marcharme y dejé instrucciones con su hermana que había observado mis actividades durante todo el tiempo. Como ofrenda de agradecimiento, el cacique de la aldea me regaló una preciosa tilma tejida con fibra de yuca. Le quedé muy agradecido, ya que me serviría de cobija para las noches y como impermeable contra la lluvia. Estaba contando con llegar a Cucurpe a tiempo para celebrar la misa dominical.

El sol ya se encontraba bastante alto encima del horizonte antes de que emprendiera mi viaje. Me monté y levemente toqué los costados de Trina esperando que comenzara su acostumbrado trote siete leguas. En vez de eso cojeó unos cuantos pasos y se detuvo. Preocupado, me apeé para examinarle los cascos. Aunque sus patas estaban duras como piedra y jamás tuve que herrarla, noté una leve grieta en la uña de la pata trasera derecha que subía hasta la corona. Me volví a montar y me estiré para ver. Con mi peso a cuestas, aquella leve grieta se abrió en brecha. Le quité la silla y mis alforjas, pensando en que ahora tendría que hallar otro medio de trasporte para regresar. Trina necesitaba tratamiento de alguien que le pudiera hacer una herradura para estabilizar esa uña y darle una oportunidad de crecer y sanar, pero no había tal ayuda en Nacameri.

En el nombre de Dios ¿qué voy a hacer yo ahora?

Casi como en respuesta, oí el retumbe de cascos. El jinete conducía un precioso caballo zaino oscuro y se dirigía directamente hacia mí. No me sorprendía en absoluto, ya que mi hábito negro rematado con una mata de cabello rubio hacía que me destacara entre los aldeanos. Al acercarse pude ver que era un cabo del ejército español.

Su corcel respingó al verme de cerca y el caballo que conducía relinchó mientras jalaba del ronzal intentando soltarse. El pobre cabo se encontró en aprietos, haciendo malabares con las riendas y el ronzal para evitar quedar atado de pies y manos a su propio caballo. Yo solté las riendas de Trina y agarré el ronzal. Me encontré intentando domar un fogoso semental andaluz que ya le había echado el ojo a mi yegua y estaba intentado acercársele, mientras que el cabo calmaba su caballo.

Se quitó el sombrero y se abanicó la cara. — ¡Padre, el misionero de Ures, el padre Andrés lo necesita: Ha habido un asesinato!

 

 

El jesuita y la tormenta Copyright © 2011. F. B. Weinberg. All rights reserved by the author. Please do not copy without permission.

 

bar

 

Biografía de la autora

Nacida en el altiplano de la región desértica en el estado de Nuevo México (Estados Unidos), Florence tuvo ocasión de disfrutar la exploración del paraje silvestre tanto a pie como a caballo. Aquellos majestuosos panoramas forjaron su sensibilidad, con los inesperados brotes de vegetación cerca de las fuentes escondidos entre los pliegues de los áridos montes que le comunicaban tranquilidad y belleza en lo que era un ambiente riguroso.

Publicó su primer poema en una revista infantil poco después de haber aprendido a leer a la edad de cuatro años y escribió su primera "novela" a los seis, bajo el título "Ywain, Rey de los Gatos", con ilustraciones hechas por ella misma.

Antes de radicarse en San Antonio, Texas, viajó considerablemente como hija de familia militar a varios lugares durante el curso de la Segunda Guerra Mundial. Junto con su esposo, el destacado erudito y maestro Kurt Weinberg, trabajó y viajó a Canadá, Alemania, Francia y España. Después de haber recibido su doctorado, enseñó por veintidós años en St. John Fisher College en Rochester, Nueva York, y por diez años en la Universidad Trinity en San Antonio, Texas. Escribió cuatro libros académicos, innumerables artículos y reseñas literarias, como también llevó a cabo investigación en los Estados Unidos y el extranjero.

Tras su jubilación en 1999 y haber obtenido su libertad del mundo académico para consagrarse totalmente a la escritura de ficción, escribió diez novelas de varios géneros, comenzando con fantasía y terminando en romance histórico y misterio. Siete de ellas han sido publicadas: una de romance histórico sobre el Renacimiento francés, publicada en Francia y traducida al francés, otra en inglés sobre la fundación de San Antonio de Tejas, una, también en inglés, sobre la segunda entrada en la valle del Río Grande cuarenta años después de Coronado, y (incluyendo la presente novela) cuatro novelas históricas de misterio, en las que el protagonista principal es el misionero jesuita del siglo XVIII, el padre Ignaz (Ygnacio) Pfefferkorn, dos que tienen como escenario el desierto de Sonora, la tercera que tiene lugar en un monasterio antiguo de España, y la cuarta que se trata de la vuelta del padre Ygnacio a su patria, Renania.

TTB titles: Apache Lance, Franciscan Cross
Seven Cities of Mud
Sonora Moonlight
Sonora Wind
The Storks of La Caridad

El jesuita y el brujo
El jesuita y la tormenta
El jesuita y La Caridad

 

###

 

Format: ePub, PDF, Mobi/Kindle compatible
    Payment Method
PayPal -or- Credit Card -or- eReader -or- Fictionwise -or- Sony eBookstore
List Price: $5.95 USD

 

 

 

  Author News

Apache Lance, Franciscan Cross by Dr. Florence Byham Weinberg has been selected as a 2006 WILLA Literary Award finalist in the category of historical fiction. The WILLA Literary Awards are chosen by a distinguished panel of twenty-one professional librarians.

Apache Lance, Franciscan Cross by Dr. Florence Byham Weinberg has also been selected as the featured book for the Las Misiones Capital Campaign. A portion of the proceeds from the sales of Apache Lance, Franciscan Cross will be donated to the restoration and preservation of San Antonio's five historical Franciscan missions (established between 1718 and 1731). For more information, or to make a donation, please visit http://www.lasmisiones.com/.

 

 

  Reviews

"Sonora Moonlight is a brilliant novel that begins and ends like a murder mystery, but in between explores complex human relationships in the face of spiritual crises and conflicts. It is the story of the rise and fall of a Jesuit mission in the Sonora Dessert and its devoted pastor, Father Ygnacio Pfefferkorn, S. J., who assumes the role of detective….

When the murder is discovered, the Indians are immediately suspected and it becomes part of Father Ygnacio's mission to protect them. The solution to the murder thus becomes deeply intertwined with the battle between the protagonists for the souls of the Indian population.

It is this conflict between two worthy spiritual antagonists that raises this book above the level of the usual detective novel, exploring its limits without losing the suspense of the mystery that is its subject. Father Ygnacio discovers the murderer, but Patricia, torn between two forbidden loves: the "pagan" healer Jevho and the Christian missionary, is forced to choose between the two cultures that created her, European and Indian….

This fascinating work of history and imagination probes important facets of the Spanish conquest of the Americas in its spiritual and its practical dimensions.

Reviewed by Ralph Freedman, PhD

 

 

bar

 

Back to Twilight Times Books main page 

 

bar

 

  A special note to TTB readers. All contents of this web site are copyright by the writers, artists or web site designer. If you discover any artwork or writing published here elsewhere on the internet, or in print magazines, please let us know immediately. The staff of Twilight Times Books feels very strongly about protecting the copyrighted work of our authors and artists.

 

Web site Copyright © 1999, 2000 - 2011. Lida Quillen. All rights reserved.

Cover design © 2011 Ardy M. Scott. All rights reserved.

This page last updated 05-27-11.

Twilight Times Books logo design by Joni.

 

windy